Nota Del Autor: Este es un
relato de ficción, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
El ambiente de la oficina era
como la de cualquier ambiente burocrático de país de tercer mundo: Desorden y
caos. Aunque esto podría obedecer a muchas cosas:
-
Un exceso de actividad. No era el caso de esa oficina.
Aunque no le faltaba trabajo, poca o ninguna importancia se le daba.
-
Una ausencia absoluta de actividad que justificara la
inmediata desaparición de la repartición. De esta manera la acumulación de
expedientes y biblioratos desparramados por todas partes en dramáticas e
inestables pilas, los armarios abarrotados de papeles inútiles, las mesas donde
vegetaban las máquinas de escribir y las obsoletas computadoras de la década
pasada que jamás se encendían hablarían de una “virtual” ocupación plena,
engaño tal que solo podría prosperar ante la mirada inadvertida de un inocente
observador poco familiarizado con las tramas del ambiente estatal. Pero tampoco
era este el caso de esta oficina.
Se podrían seguir citando una
multitud de posibilidades centradas en la actividad parasitaria de muchas de
estas oficinas, reparticiones, delegaciones, ministerios y decenas de otras
nefastas creaciones únicamente concebidas para el oprobio de quienes deben someterse
a su actitud abúlica, perezosa y mafiosa, esos ciudadanos comunes que, en su
calvario, deben recorrer sus interminables pasillos buscando alguien que les de
alguna importancia a las infernales cantidades de tiempo improductivo perdido
en trámites de cualquier tipo, aunque sean de la más sencilla resolución. Es
que desde las planas más elevadas hasta los empleados rasos de los escalafones
del fondo de la absurda y deforme pirámide que define los escaños se ignora en
forma axiomática que son esos mártires heroicos quienes pagan sus sueldos y
fomentan involuntariamente sus actitudes cuasi-delictivas y sus conductas
injustificadas.
Pero claro, ¿a quien importa
el ciudadano común en un país como este?
.
En esta desabrida sopa
burocrática nadaba Emilio Duarte que, como rezaba el descolorido letrero
escrito en el sucio vidrio de la desvencijada puerta de madera de su oficina,
era el Secretario de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud a nivel
nacional. Había ingresado al ministerio como cadete de limpieza merced a un
contacto político proveniente de su padre apenas terminado sus estudios
secundarios y su personalidad encajó perfecta en el rompecabezas, pero no como
una pieza existente sino como si le hubieran hecho otro agujero a la matriz
original. De esta manera su carencia de personalidad y su ausencia total de
talento para otra cosa que no sea la vegetación, la mediocridad y una innata
habilidad para pasar inadvertido hicieron que quienes lo rodeaban nunca se
fijaran en él y no lo vieran venir. Inexplicablemente se lo vio ascender en el
escalafón y muchos inútiles como él se preguntaron como era que ese inútil
había progresado tanto. Claro, le llevó cuarenta años, cuatro décadas de
calentar sillas, sillones, sofás, mesas o cualquier cosa donde sea que haya posado
su culo durante ese tiempo; horas, días, meses, años de nada, solo parasitar.
Hacía ya tres años que ocupaba
ese cargo al que ni él mismo se podía explicar como había accedido pero, claro,
no era hombre de mucha meditación que digamos, solo comía, cagaba y dormía.
Teóricamente esa sección del ministerio debía evaluar la viabilidad de
proyectos científicos, muchos de los cuales podrían contribuir a mejorar la
calidad de vida de las personas. Es justicia, también, mencionar que muchos de
los expedientes presentados eran disparates de tal magnitud que muy lejos de
prestarle la menor atención solo llamaba a la risa pero estos trabajos tenían
el mismo tratamiento que los serios: La ignorancia absoluta.
Es más, era muy probable que a
alguno de estos disparates se les diera curso por encima de aquellos que los
aventajaban en turno y seriedad. En esto se podía inferir la acción de alguna
mano negra proveniente de las más oscuras madrigueras políticas. A Duarte no le
importaba nada, solo hacía lo que le decían. Y hacía muy bien. Si de su aptitud
dependía, era mejor que no hiciera nada, dado que cualquier acción suya solo
podía terminar en bochorno. El sabía que por eso estaba donde estaba, si de
algo era muy conciente era de la posesión de una perfeccionada y pulida idiotez
que lo hacía el idiota perfecto para los turbios manejos de sus superiores que
solo pensaban en sus cuentas bancarias y sus intereses personales por encima de
las obligaciones hacia la gente común, aquellos ilustres desconocidos que los
habían indirectamente elegido para que ocupen sus privilegiados puestos
políticos depositando su confianza en estos mentirosos personajes con la
ilusión de una mejora en sus vidas. Duarte no era siquiera un títere dado que
ni hilos hacían falta para manejarlo a voluntad. Era un “gana sueldo” como se
le decía en la jerga del ambiente a gente como él, como si existiera otro tipo
de empleado público. Nada le importaba lo que se dijera de él, se limitaba a
llegar puntualmente a su “trabajo”, sentarse en su sillón y dedicarse a mirar
el reloj cada veinte o treinta minutos a la espera de la hora de salida,
jugueteando con un lápiz o tirando bollitos de papel al cesto. Su salario, si
bien nada descomunal, era por lejos muy superior a uno de cargo similar en el
ámbito privado. Pero la diferencia universal y dramática era que un hombre de
su mismo escalafón en una empresa privada debía, primero “trabajar” y segundo
quizás debiera cumplir jornadas promedios de diez, hasta doce, horas de
permanencia mientras que Duarte, al igual que todos los de su calaña, cumplían
religiosamente seis horas de permanencia en sus lugares de “trabajo”. El abuso
del sector privado montado en la creciente desocupación y las sucesivas
flexibilizaciones llevadas a cabo para combatir el desempleo pero que llenó las
calles de desocupados, hacían de los trabajadores poco más que esclavos
medievales y de sus amos prósperos acaudalados feudales. Duarte leía todo esto
en el diario, actividad que le ocupaba gran parte de la mañana, con una
expresión indiferente en el rostro, la preocupación por un semejante formaba
parte de esas cosas que ni se le cruzaban por la mente. “Cada uno en su
quintita…” era una sus expresiones frecuentes y favoritas. No tenía familia,
estaba solo en el mundo, y nunca había formado pareja estable como para
conformar su propia familia, no siquiera se podía hacer cargo de un gato… un
lápiz quizás si. Gracias a Dios, su estirpe terminaría con él. Solo le faltaban
dos años para su jubilación y pronto vendría el “merecido descanso”, cinco años
antes que si se hubiera desempeñado en el sector privado, otro privilegio
injustificable.
Pero todo puede suceder y lo
impensado ocurrió. Lo había leído en el diario, una noticia de poca monta.
Nunca pensó que su oficina formaría parte de eso, nunca se le ocurrió, aunque
nunca, en verdad, se le ocurría nada.
Cuando el teléfono sonó se lo
quedó mirando como tratando de entender que era ese ruidoso aparato. Apenas si
había sonado dos veces el último mes, una era una llamada equivocada y la otra
era de su amigo de contaduría para avisarle cuando se cobraba, como lo hacía
todos los meses. Aún se estaba lejos de la fecha así que no había razón para
que ese teléfono sonara y, con una expresión de alarma en el rostro, lo miraba
sin saber que hacer. Finalmente y con mano trémula tomó el auricular.
-
Secretaría… - Dijo con voz insegura.
-
¿Duarte? .
Habla Carrascosa. Lo necesito en mi despacho luego de las catorce. – Y la
comunicación se cortó.
Un ahogo atenazó su garganta.
Las catorce era la hora en que terminaba su horario. De ocho a catorce.
Carrascosa era el director de la repartición. ¿Por qué lo había llamado a él,
cinco escaños abajo en el escalafón? .
¿Por qué no lo había llamado su superior inmediato? . La idea de quedarse fuera de horario lo
llenó de pánico. ¡Nunca había ocurrido!
. ¡En cuarenta años! . El hecho
de trastornar su rutina, su inquebrantable rutina de todos los días lo agobió.
Salir del ministerio, saludar al guardia, tomar el tren, bajar en Parque Casas,
caminar las diez cuadras, llegar a su hogar, tomar te con bizcochos, mirar el
noticiero, la novela, irse a dormir y cerrar el ciclo. Lleno de pánico comenzó
a tejer todo tipo de conjeturas y pronto fue presa de la angustia elevando la
frecuencia de sus miradas hacia el reloj pero estas trasluciendo ahora un ánimo
muy distinto. Comenzó a pensar frenéticamente si había algo que hubiera hecho
que mereciera algún tipo de consecuencias pero la respuesta era tan lógica como
clara, no podía haber consecuencias porque no hacía nada. Se levantó de su
silla para caminar un poco en el ámbito de su estrecha y apestosa oficina. Dos
años, tan solo dos años, no podía ser esto el derrumbe de su sueño más
anhelado: Jubilarse.
La hora señalada llegó como un
acontecimiento muy esperado y temido. Tomó su miserable portafolios donde
reposaban solamente un llavero y los restos del almuerzo preparado en casa y se
encaminó hacia la puerta de su despacho. Salió y cerró la puerta por fuera. La
oficina de Carrascosa estaba en el tercer piso por lo que se encaminó hacia el
ascensor por el mugriento pasillo atestado de puertas donde centenares de
parásitos como él robaban un salario. Los treinta metros a caminar le parecían
interminables y sentía que sus piernas se negaban a acelerar el paso. Al llegar
a la puerta del elevador, anticuada y medio derruida, pulsó el botón de llamada
el cual emitió un desagradable e intranquilizador crujido. Tras un instante
interminable el habitáculo se presento ante él sin suavidad alguna y con un
cabeceo notable. Ingresó y pulsó el botón tres al mismo tiempo. El corto viaje
lo llevó del segundo al tercero y recién allí se dio cuenta que si hubiera
usado la escalera habría ahorrado tiempo, pero claro… Tras recorrer veinte
metros estuvo frente al despacho de Carrascosa. Su secretaria lo miró indiferente
cuando se plantó frente a ella con un dubitativo “Buenas Tardes”. Con un gesto
silencioso le indicó una silla, Duarte se sentó obediente mirando su reloj, las
catorce quince, su tren ya había partido. Muchos más partieron dado que casi
tres horas pasaron hasta que la insulsa mujer le indicó que podía pasar. Pálido
y asustado traspuso la temida puerta accionando el brilloso pomo de bronce.
Carrascosa parecía muy atareado instalado tras su enorme escritorio de caoba
donde prolijas pilas de elegantes carpetas esperaban su atención. Hundido en su
despampanante sillón de cuero vacuno hablaba con su móvil mientras una expresión
reconcentrada se instalaba en su mirada y varias arrugas surcaban su estrecha
frente. Jorge Carrascosa había asumido cuatro años atrás, cuando el partido
gobernante ganaba las elecciones y se producía un cambio de color político en
el gobierno nacional. Era un auténtico hijo de puta, más aún que el que lo
precedió, y era mejor que no fijara la vista en ti, mejor aún si no conocía tu
existencia.
Finalmente Carrascosa, luego
de veinte minutos de tenerlo de florero, colgó su celular, tomó una carpeta y,
sin dedicarle apenas una mirada, se la tendió.
- Tome. – Le dijo. – Haga
exactamente lo que aquí se le indica. – Lentamente Duarte se adelantó y tomó la
carpeta con mano insegura. Luego la apretó contra su pecho con las dos manos y
tras carraspear dos veces no pudo evitar que su voz vacilara entre dos o tres
tonos finos y destemplados.
- Si, señor Carrascosa. Mañana
a primera hora… - Carrascosa levantó la mirada y lo enfocó por primera vez. Lo
que Duarte vio en sus ojos lo estremeció y le cortó la frase abruptamente.
- Usted no sale del ministerio
hasta que no haya hecho lo que dice en esa puta carpeta. – Fue la cortante
respuesta dicha con voz ronca y cargada de malos presagios. Lo dejó allí parado
casi sin respirar. Quería decir algo pero sus labios no se movían. Quería irse
y sus piernas no respondían. De su boca solo surgían algunos mudos balbuceos
que solo demostraban su absoluto estado de conmoción.
- ¿Qué espera? . – Carrascosa levantó la vista y al verlo
allí una mueca de profundo fastidio se instaló en su rostro antes de hablar.
- Si…si, ya me iba. – Y salio
de la oficina casi a la carrera.
La frondosa carpeta comenzaba con
una carátula que rezaba:
“11 DE OCTUBRE 2003 – HOSPITAL
ESTATAL JOSE ARAOZ”.
Luego seguían los datos
locatarios del nosocomio y los personales de unos cuantos médicos que
realizaban tareas en el lugar.
Tras la carátula, una copia de
una demanda de “Declaración de patrimonio de la ciencia médica” dirigida a la
secretaría de la que él era parte. Era un documento habitual para Duarte y casi
nunca se le daba curso. Comenzó a leer la demanda línea a línea hasta que al
llegar a una frase el asombro casi lo arroja del asiento. Tras los formulismos
de rigor y previo a la argumentación rezaba:
“… es que la dirección de este
hospital en conjunto con el cuerpo médico antes citado demanda se declare al
señor Héctor Cáceres patrimonio de la humanidad y las ciencias médicas para…”.
Era perturbador. Estas
personas demandaban la exclusividad para investigar a voluntad a un ser humano.
Esto, virtualmente, sería disponer hasta de su propia vida, pero decidió seguir
leyendo. Lo que seguía formaba parte de la argumentación y venía acompañado de
una nutrida batería documental consistente en exámenes médicos y demás.
Prescindiendo del formulismo lo que se relataba era lo siguiente:
Unos cuatro años atrás un
hombre era ingresado a la guardia del hospital aquejado de graves disturbios respiratorios
y digestivos. Con el correr de las horas sus síntomas fueron empeorando y fue
admitido en internación para estudios más profundos. Unos tres días después se
le informaba al paciente la presencia de tumores cancerígenos en páncreas con
metástasis en pulmones, hígado y estómago. A pesar de los tratamientos a los
que podría someterse su situación era terminal y solo le quedaba una
expectativa de vida de, a lo sumo, cuatro meses. Como el hombre no quería
permanecer internado, fue dado de alta. Quería morir donde vivió la mayor parte
de su vida: En la calle. Era un indigente.
Cuatro años después, hará unos
quince días, un grupo de cuatro personas era ingresado a la guardia tras un
grave accidente de tránsito. Tres de estas personas mueren poco después de ser
admitidas y el cuarto es derivado a terapia intensiva por la gravedad extrema
de sus lesiones. Unas horas después empeora cayendo en un coma profundo
requiriendo asistencia respiratoria mecánica. Al otro día se lo declaraba con
muerte cerebral pero su corazón seguía latiendo. En busca de parientes a los
que consultar revisaron sus efectos personales para recabar documentación o algo que lo relacionara con
alguien.
Solo encontró su documento de
identidad. Era un indigente.
Una empleada administrativa lo
ingresó en los sistemas del hospital para darle curso a su admisión y el
sistema le reveló que ya había sido paciente del hospital. Pasó ese dato a internación,
para que ellos obtuvieran su hoja clínica, esta fue impresa y pasada al médico
que atendía al paciente en cuestión. Cuando el facultativo tuvo el documento
entre sus manos un gesto de incipiente asombro se pintó en su rostro.
Agosto de 2003.
Gaspar Jul había estudiado
medicina en la universidad nacional y se había graduado sin pena ni gloria en
ocho años, la carrera duraba seis. Era un médico del montón, o mucho menos, y
lo sabía. A duras penas había logrado ingresar en el hospital cinco años atrás
y sabía que su futuro como médico no pasaría jamás de la clínica general, si es
que no incurría en algún otro error precipitando por enésima vez la mirada de
sus superiores sobre él y, en consecuencia, su inevitable despido. Más de una
vez sus acciones requirieron la inmediata intervención de un colega para que
algún paciente no terminara peor de lo que había ingresado. O muerto. Era un
verdadero peligro y a nadie mejor que a él le cabía el mote de “MATASANOS”. No
obstante ello su conciencia no se hallaba demasiado inquieta, nada más lejos de
ello, sus noches eran tranquilas y su sueño pacífico y continuo. Solo estaba a
la espera de alguna oportunidad que lo lanzara hacia algún cargo administrativo
ejecutivo, lejos de las enfermedades y las personas que tanto lo fastidiaban.
Sus compañeros de trabajo sabían esto y atribuían sus desaciertos no solo a su
falta de aptitud médica sino también su falta de interés en la disciplina
médica. Jul era conciente de la falta de aprecio del que era objeto pero no le
importaba en absoluto.
Ahora tenía frente a él esta
hoja clínica y, a medida que la leía, su respiración se iba haciendo más
profunda y acompasada. Tenía ante sus ojos lo que quizás se convirtiera en la
oportunidad de su vida. Pero debía ser cauteloso, no podía precipitarse en
nada. En el hospital había un hombre que debía estar muerto desde hacía no menos
de cuatro años y, sin embargo, vegetaba en la sala de cuidados intensivos fruto
de un accidente de tránsito, Héctor Cáceres era su nombre. Si bien no había
sido él solo quien había estado involucrado en el caso, “trabajó” por mera
casualidad junto a prestigiosos oncólogos que ya no trabajaban en el hospital.
Su papel, lógicamente, había sido meramente auxiliar, un mudo testigo. Por
consiguiente, su hoja clínica había sido remitida al único médico que aún
permanecía en la institución y que figuraba en el documento. Eso si que era
tener suerte. Leyó y releyó todos los estudios pero los procedimientos eran
impecables y no había lugar para duda alguna. El tipo estaba podrido en cáncer
y era imposible que viviera siquiera dos meses más de lo que le habían anunciado.
Y menos aún negándose a todo tratamiento. Sin embargo ahí estaba, cuatro años
después, muriendo por fracturas múltiples. Estudió los datos personales del
hombre y todo coincidía. Lo fue a ver a terapia y la foto en la planilla lo
identificaba plenamente, a pesar de las deformidades impuestas por los
tremendos golpes derivados del accidente.Comenzó a pensar en los primeros pasos
que debía dar, por donde comenzar. Tenía buena relación con el auditor médico y
la sensación de que era un tipo que andaba en las mismas que él. Por algo no
ejercía. Tomó el teléfono y le llamó.
- Alberto, habla Gaspar.
¿Podemos tener una discreta charla privada en tu oficina? . -
- ¿Por el tema de
Cáceres? . –
- Si…Oye… -
- Te iba a llamar. – Confesaba
el auditor. – Pero me ganaste de mano. –
- ¿Qué vamos a hacer? . ¿A quien le damos intervención? . –
- Al director del hospital,
por supuesto, pero cuidando que nuestros nombres figuren en todos los
documentos. –
- El podrá autorizar todos los
estudios. – Decía excitado Gaspar.
- Si, imagínate, se le hará
una tomografía a un tipo que está más muerto que vivo. –
Gaspar, al otro lado de la
línea, reía pero no por el chiste de Alberto Díaz, auditor del nosocomio, sino
pensando cuan jugosos serían los beneficios de todo esto.
……………………………………..
Emilio Duarte seguía la
lectura de la carpeta con un asombro que iba creciendo exponencialmente. Los
estudios revelaban no solo que Cáceres no tenía el más mínimo vestigio de
cáncer en todo su organismo sino que jamás había sido víctima de dicho mal. Si
no hubiera sufrido los terribles traumatismos que liquidaron su cerebro, su
vida hubiera sido larga y saludable. Luego de completar la lectura de toda la
documentación testimonial se encontró con una carátula que rezaba
“Instructivo”. Allí había una serie de órdenes que debía realizar al pie de la
letra. Empezar por la primera consistía en llamar a un número de teléfono a
cualquier hora. No constaban nombres ni datos de nadie, solo el escueto número
de teléfono. Miró el reloj, las diez de la noche. Cinco horas leyendo la
carpeta. Su falta de entrenamiento laboral hacía que este ejercicio lo dejara
absolutamente agotado pero Carrascosa le había dicho que no se fuera hasta que
todas las órdenes estuvieran cumplidas. Miró el instructivo y la larga
secuencia de líneas escritas arrojaban una cantidad de horas tal que calculaba
que fácilmente estuviera allí aún después de la salida del sol del día
siguiente. Se quitó los lentes y se refregó los ojos con los dedos índice y
pulgar. La mortecina luz de la oficina arrojaba sombras deformes sobre paredes
y piso dando al ambiente un aspecto sumamente deprimente. Miró el teléfono
durante un largo minuto hasta que se decidió a tomar el auricular. Finalmente
digitó el número.
Principios de setiembre de
2003.
Berna era un hombre exitoso y
como tal se define al sujeto que logra cumplir con sus anhelos más preciados.
Como ejecutivo de la más prestigiosa multinacional de drogas oncológicas del
continente tenía un pasar económico por demás acomodado y siempre pensó que, en
virtud del opresivo monopolio que su empresa ejercía en el mercado, este estado
de cosas difícilmente podría cambiar.
Hasta que escuchó hablar de
Cáceres.
Al momento no existía forma de
curar un cáncer, quizás una milagrosa remisión o la maravillosa acción de los
medicamentos fabricados en el laboratorio del que él formaba parte, prolongando
la vida de los afectados por tal enfermedad pero, ¿desaparecer? . No, un tumor maligno nunca desaparecía sin
dejar ningún rastro, ni siquiera con cirugía. La inquietud surgida en el seno
de toda la plana ejecutiva de la empresa era mayúscula. Si, por alguna
milagrosa razón, el cuerpo de ese hombre era entregado a un honesto grupo de
científicos era muy probable que en base a una detallada información genética
fuera descubierta la tan temida cura definitiva del cáncer, algo que lo
aterraba. Sus espías apostados en el Araoz le habían informado que no había
dudas acerca del hallazgo, el sujeto había enfermado cuatro años atrás y ahora
no mostraba signo alguno de que lo hubiera estado. Había que evitar que la
prensa se enterara de nada pero Berna sabía muy bien que de alguna manera la
información tarde o temprano se filtraría. No era que en el pasado no hubieran
podido manipular al cuarto poder, siempre algo se podía hacer, a costos muy
elevados claro, cada hombre tiene su precio. De otra manera quien sabe que
cosas se podría haber descubierto en perjuicio de la empresa. Bien sabían tanto
Berna como muchos de los científicos del laboratorio que la gran mayoría de las
sofisticadas drogas que se elaboraban allí no eran más que simples
combinaciones de especies botánicas exóticas, diluidas luego con algunos
calmantes y demás yerbas para enmascarar la verdadera esencia del medicamento,
que en realidad era lo que actuaba. También era cierto que estas insólitas
especies habían sido descubiertas por ignotos y abnegados médicos
investigadores a los que se les había arrebatado su descubrimiento o se les
había comprado por monedas. Todo esto no hubiera sido posible sin el silencio
cómplice de las grandes cadenas mediáticas que ignoraban abiertamente la verdad
a cambio de sobornos y mega contratos publicitarios, pero ese silencio no
podría ser mantenido por demasiado tiempo si no se eliminaba rápidamente
aquello que había que acallar. Una vez que hubiera tomado estado público
siempre habría intereses formados a partir de ello, los negocios si no se
presentan se inventan y existen verdaderos especialistas en estas artes. De
todas maneras toda la parafernalia de contactos había ya sido puesta en marcha
para hacer que Cáceres siguiera siendo un vegetal común y corriente y que su
maldita particularidad o don no fuera nunca conocido por el común de la gente.
Para que él y tantos como él pudieran seguir disfrutando de la vida la gente
debía enfermar de cáncer y para ello estaba dispuesto a todo. Giró su costoso
sillón hacia el amplio ventanal de su despacho y centró su mirada en la
panorámica expuesta tras los cristales, en el exterior. Desde el piso que
ocupaba se podían observar las terrazas de la gran mayoría de los edificios de
la ciudad. Reflexionó acerca de lo difícil que resultaba a veces mantener
cierta estabilidad para alguien que solo pretendía vivir tranquilamente de su
trabajo. Cuantas dificultades para alguien que, como él, trabajaba honestamente
en pos de un futuro para si mismo y su familia. Se quedó así, contemplando el
exterior mientras su mente se blanqueaba paulatinamente.
Mediados de Octubre del 2003.
No le gustaba Duarte. De todos
los parásitos burócratas del ministerio era con el que menos hubiera deseado
tratar. Para ello había una razón de peso y definitiva: Porque era un idiota. Y
no un idiota cualquiera. La combinación de su idiotez con su inutilidad lo convertía
en el sujeto perfecto para echar a perder cualquier cosa por insignificante que
fuera su intervención. Hacía veinte años que trabajaba para la repartición y
conocía absolutamente toda la plana escalafonaria, desde el más insignificante
cadete hasta el más encumbrado burócrata. De todos ellos el que menos le
agradaba era Duarte, por mediocre, por inservible. Le había hablado hacía un
par de horas y pronunció la frase que él esperaba, la exacta frase que sus
superiores seguramente le habían dado por escrito para que la pronunciara al
pie de la letra.
-
Debemos iniciar una acción conjunta entre su
departamento y el mío. – Pronunció Duarte.
Hugo Lan lo observó con el
fastidio pintado en el rostro.
-
¿Cuál es el tema, Duarte?, vaya al grano sin más
preámbulos. –
El escalafón de Lan era
ampliamente superior que el de Duarte por lo que no necesitaba en absoluto
moderar sus expresiones. Si estaba ante él era solo porque sabía que Carrascosa
estaba en el medio y con ese hijo de puta no se jodía.
Duarte se explayó ampliamente
sobre el tema de Cáceres y Lan, que al principio le pareció que todo esto era
una pérdida de tiempo, comenzó escuchar con marcado interés la alocución de
Duarte. El estado del mismo era deplorable, parecía que no había dormido en
semanas.
-
Lo que necesitamos de usted, Señor Lan, es que estudie
e investigue toda la documentación oficial existente sobre esta persona, solo
eso, y que luego nos entregue un informe detallado. –
Lan era el Titular del
Departamento Informático Nacional (DIN), una de las pocas instituciones medianamente
serias del país.
-
No hay problemas, siempre y cuando me entreguen la
pertinente orden judicial, tal y como lo indica la ley. –
Duarte esbozó una sonrisa
cargada de malos presagios.
-
Señor Lan. – Comenzó. – Trabaja usted desde hace
quince años en la DIN, ¿no es así?. Un
cargo en el sector privado sería compensado con un sueldo más que suculento.
Seguro ya lo pensó, su formación y su capacidad, su experiencia, son muy poco
frecuentes de encontrar en otros ingenieros. Pero, ¿qué pasaría si fuera despedido?.
Suponga que se lo despida con justa causa, por inepto, por incapaz. Su mujer
tiene un cargo jerárquico en el ministerio de asuntos exteriores… No joda con
Carrascosa, Señor Lan, tiene contactos políticos en todos lados y política es
la ciencia de lo posible. Tiene usted un presente formidable y un futuro
fantástico…No lo eche a perder. –
La piel del rostro de Lan
enrojeció súbitamente. No estaba habituado a este tipo de cosas, era un
técnico, la lógica era su terreno y esto de lógica no tenía nada.
-
Me está pidiendo que delinca… -
Duarte bajó la vista antes de
contestar. Cuando la volvió a enfocar en Lan estaba cargada de fingido
dramatismo.
-
No es para tanto, Señor Lan, nada de lo que haga verá
la luz. La vida no es un lecho de rosas, cada tanto nos vemos forzados a hacer
cosas que no nos gustan. –
-
Me está pidiendo que viole documentos personales de un
individuo, que saque a la luz toda su vida…
-
No dramatice, se trata de un indigente. Le enviaré los
datos por mail. Espero los documentos en tres días, Señor Lan. Si eso no ocurre
tendrá noticias de Carrascosa. Buenas tardes. –
Lan se levantó y se marchó sin
agregar nada, ni siquiera saludó.
La acción conjunta de
Carrascosa y Berna fue de una potencia fenomenal. El medicucho del Araoz había
sido correspondientemente comprado y ubicado como sub director de un
departamento de poca monta del laboratorio y el cuerpo de Cáceres ya viajaba,
secreta e ilegalmente, hacia las instalaciones sanitarias de la empresa de donde
Berna era ejecutivo. La operación había sido de tintes tan impecables que toda
la plana directiva del laboratorio sudaba felicidad. El historial de Cáceres,
obtenido por Lan, no mostraba ninguna irregularidad y los estudios e
investigaciones arrojarían luz sobre un misterio milenario. Claro, todo esto
había costado millones, la cantidad de gente sobornada, la cantidad de
voluntades compradas, la lista era interminable pero la “inversión”
justificaría el producto. Una cura genética para el cáncer, los dividendos
serían astronómicos. Ya había empresas y acaudalados millonarios que murmuraban
y compraban acciones por sumas multimillonarias en función de la prestigiosa
trayectoria del laboratorio. La confianza en el oscuro, secreto e ilegal proyecto
era absoluta. Los cotilleos en los círculos de los mercados de valores tiraban
los paquetes accionarios del laboratorio por las nubes. Todo era dicha en el
entorno de Berna y pronto sería nombrado miembro del directorio. El futuro se
mostraba inmejorable.
Diez días después Hugo Lan
leía las noticias en el diario matutino con una malévola y satisfecha sonrisa
en el rostro. La empresa oncológica “Horlong & Martin” presentaba quiebra
luego del desplome accionario de la semana anterior. Una investigación de la
oficina de la Fiscalía de Estado había descubierto dolo y sobornos para la
manipulación del cuerpo en coma de una persona que estaba internada en un
hospital del estado. Directivos y ejecutivos de la empresa eran procesados y
acusados de delitos de lesa humanidad al igual que innumerables directivos del
departamento de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud, entre los cuales
figuraban Duarte y otros de más baja categoría, Carrascosa se había suicidado
anoche y el medicucho se encontraba prófugo.
“Obviamente los investigadores
del laboratorio se llevaron una gran sorpresa cuando, al provocarle cáncer a
Cáceres, se propagó rápidamente por todo su organismo y, finalmente murió, como
si no hubiera estado ya lo suficientemente muerto” pensó Lan. Había cumplido
con Duarte, le había entregado lo requerido en un Pen Drive pero no por nada
era un avezado ingeniero informático. Cuando Duarte copió los documentos a su
computadora el Pen Drive se inutilizó y cuando imprimió los documentos desde su
computadora el mismo virus los borró luego. De nada sirvió el intento avieso de
involucrarlo, nada ligaba a Lan con el delito. En realidad todo lo que le
entregó era rotundamente oficial pero fue lo no oficial, aquellos documentos
enterrados y ocultos, para lo que Lan era un verdadero experto, lo que obvió.
En resumen, el ingeniero había aportado su granito de arena para limpiar un
poco la humanidad. Eso era todo.
23 de Enero de 1958.
Esther Cáceres, madre soltera,
ingresa a sala de Pre-parto presa de terribles hemorragias. El médico obstetra
no logra evitar la muerte de la madre pero alumbra a gemelos. La madre estaba
sola en el mundo y de sus efectos personales se logra recabar informes
personales. De los dos niños varones uno comienza con insuficiencias
cardiorrespiratorias mientras que el otro muestra una salud aceptable. A pesar
de los intentos de la médica auxiliar, agotada, da al pequeño por muerto, labra
el acta de defunción y remite el cuerpo a la morgue. La médica de la morgue
recibe el cuerpo y lo coloca a congelar. Al otro día una enfermera acude a la
morgue para retirar el cuerpo del gemelo Cáceres para darle sepultura pero
detecta signos de vida en el pequeño. Aterrada llama a la médica de turno.
Cuando esta última revisa la documentación descubre el acta de defunción y se
percata que el hermano gemelo nacido vivo había sido remitido a un asilo al no
contar con ningún familiar. La médica amenaza a la enfermera con el despido y
la obliga a cerrar la boca. Luego destruye el acta de defunción y confecciona
otra de “Nacido Vivo” colocando el nombre del hermano y su mismo número de
documento. A continuación le realiza al niño maniobras extremas de emergencia y
lo ingresa ilegalmente en terapia intensiva pediátrica. Apenas recuperado lo
remite a otro asilo en el otro extremo del país. Años después uno de ellos muere
de cáncer en julio de 1999 y el otro en un accidente de tránsito en Diciembre
del 2003.
…………………………..