Era un tribunal extraño.
Los letrados, fiscal y
defensor, estaban ubicados en unos altos estrados metálicos.
El jurado, tan solo tres o
cuatro individuos, sentados detrás del Juez.
El Juez, de pie frente a un
sencillo atril por arriba de los letrados.
Los comisarios, desarmados y
vestidos de paisanos, miraban permanentemente al público.
Y el público, ansioso y
expectante, una verdadera multitud que se ubicaba apretadamente en las enormes
graderías del derruido otrora estadio de fútbol.
Solo faltaba el acusado.
Un solitario banquillo frente
al Juez inducía su posible futura presencia.
Un murmullo creciente provenía
de las graderías y, paulatinamente, se iba volviendo casi ensordecedor.
El fiscal se puso de pie y dando
a su paso un sesgo marcial, se alisó la toga negra y acomodó su dorada peluca
larga hasta los hombros.
El día ha llegado. – Dijo soberbio y retórico. – Durante cien años la
humanidad ha respetado el legado de nuestros ancestros y ha renunciado
totalmente a la tecnología que la llevó a la perdición. ¡Cien años!... No es
poca cosa pero hemos construido una sociedad sin delito, sin crímenes… una
sociedad en paz. Convivimos en perfecta armonía con la naturaleza, dictando
nuestras leyes en consonancia con las de Dios. Lamentablemente, y como ustedes
sabrán, esto no se logró sin una cruenta y sangrienta guerra, la historia lo
refrenda. Eran las máquinas o nosotros, dilema crucial. Nos declararon la
guerra… y casi ganan. Por muy poco, casi se quedan con el mundo que Nuestro
Señor creó para nosotros, los Humanos. Luego que ganamos la guerra, allá, cien
años atrás, tuvimos que embarcarnos en una larga y
-
penosa tarea de exterminio dado que si un solo átomo
de esas asquerosas máquinas sobrevivía, la seguridad y la paz de Dios jamás
llegaría a nuestros corazones… -
Un murmullo de aprobación
creció en el numeroso público que colmaba las tribunas, incluso hasta se podían
escuchar algunas alabanzas religiosas. Unos golpes de martillo propinados por
el Juez trajeron silencio a la sala nuevamente.
-
Pero al fin, el día ha llegado, hermanos. – Prosiguió
el fiscal.
-
“El último robot
ha sido capturado”. –
Las últimas palabras del
fiscal fueron pronunciadas como una sentencia y en un tono viril y entonado.
La respuesta fue un auténtico clamor. Entre la multitud reunida se veía quienes
se arrodillaban con ojos anegados de lágrimas y otros que rezaban
emocionadamente. Los “Aleluya” se multiplicaban por doquier y las alabanzas a
Dios y sus ángeles se repetían de boca en boca. El fiscal tomó asiento y
entonces el defensor tomó su lugar.
Había que tener coraje para
tomar la defensa de esa causa pero quien se encaminaba al estrado para ejecutar
su alocución no se veía acobardado, aún siendo de género femenino entre tanta
masculinidad. Esta vez el público respondió con desaprobación hacia quien se
ubicaba ante el atril para tomar la palabra, con mesura y educación, pero
rechazando la presencia. El Juez no pudo imponer el orden en esta ocasión y los
comisarios tuvieron que hacer su tarea, usando una acabada disuasión oral, para
que la gente se tranquilizara. Imperturbable, la defensora acomodó unos papeles
sobre el atril y comenzó.
-
Somos gente de fe, piadosa, temerosa de Dios y
cumplidora a pies juntillas de sus preceptos. ¿Qué pasaría si, por error,
cometiéramos un crimen?. ¿Qué pasaría
con nosotros si cometiéramos un asesinato?. –
Esto último lo dijo subiendo
notablemente el volumen de su voz, casi gritando. Los improperios, pronunciados
casi en susurros, hacia la letrada defensora se multiplicaban. Esta prosiguió.
–
La última generación de máquinas insertó en nuestra
sociedad robots bio-sintéticos. Ustedes saben, lo han estudiado en los libros
de La Historia Sagrada. Era imposible distinguirlos, diferenciarlos de un
verdadero ser humano sin sofisticado instrumental. Si lo cortabas sangraba, si
lo abrías en canal encontrabas lo mismo que encontrarías en uno de nuestros
hermanos, si le levantabas la tapa del cráneo encontrabas un cerebro…
exactamente igual al tuyo… -
Dijo esto último señalando a
un integrante del público ubicado en primera fila.
Claro, no eran
“realmente” de carne y hueso, las máquinas no son Dios, eran bio-sintéticos.
Pero lo que realmente importa es que no eran distinguibles a simple vista, ni
siquiera un experto podía, ni viviendo una vida con ellos podrías haberte dado
cuenta. Por eso casi ganan la guerra. Se infiltraron en nuestra sociedad y por muy
poco no tomaron el control de todo. Pero, claro, Dios estaba de nuestra parte y
puso la sospecha en nuestros corazones y con ello surgió la tecnología que
permitió el desarrollo de los instrumentos que los detectaron. Y finalmente el
mundo fue para quienes Dios quería que fuese. Pero ahora, hermanos, estamos
ante un dilema fundamental, un punto de inflexión. Vino hacia nosotros, no
tuvimos que capturarlo. Se entregó. Esa es la verdad. Tenemos entre nosotros un
ente que según nuestra documentación es una máquina pero no tenemos realmente
medios para confirmarlo. Según nuestros archivos, tiene más de doscientos años,
poseemos su número de serie de fabricación, su fecha de puesta en marcha y su
foja de servicio militar… Pero en realidad no sabemos, no podemos comprobar
fehacientemente si es humano o no. ¿Qué haremos?. Si nos ceñimos a la ley,
debemos destruirlo, pero si nos equivocamos, si esta criatura, por algún avatar
del destino, llegase a ser humana, recibiríamos la condena celestial, dado que
habremos
–
incurrido en asesinato, pecado capital, la salvación
divina nos será negada y estaremos perdidos como sociedad hacia toda la
eternidad, todo lo logrado durante un siglo de sacrificios inconmensurables
habrá sido en vano. –
Ahora la gente se miraba
insegura. La semilla de la duda y el miedo había sido sembrada en sus mentes.
La abogada defensora bajó enérgicamente del estrado.
-
¡Entonces, hermanos, yo les digo!. – Vociferó. - ¡Si
cuando traigan al acusado, alguno de todos ustedes está absolutamente seguro de
su naturaleza, le ruego que baje hasta este tribunal y lo diga!. ¡Será
escuchado!. -
Bruscamente la defensora decidió
terminar su disertación. En su preparado monólogo tenía algunas líneas más pero
ya había logrado el efecto deseado y temía que si se extendía podría perjudicar
lo logrado.
Acto seguido fue ingresado el
acusado.
El juez lo miró desde su elevado
estrado mientras lo sentaban frente a las enormes gradas que contenían al
público. El fiscal había soñado este momento con elevados gritos de condena y
desaprobación por parte de la gente pero muy poco de ello ocurrió. Solo
murmullos de disgusto, frustración y duda. La labor de la defensora había sido
brillante y efectiva.
-
Ahora escucharemos al acusado. – Pronunció el Juez.
Se trataba de un individuo
algo entrado en años, cincuenta o sesenta, de estatura mediana y cuerpo enjuto
y desgarbado, todo bastante ordinario hasta que lo mirabas a los ojos, allí el
asunto cambiaba diametralmente. El reo se aclaró la garganta y con voz seca y
cascada comenzó a hablar.
-
Mi nombre es Alvin Talhud. Nací en América Central
hace cincuenta y ocho años y no soy una máquina… - El fiscal se levantó de un
salto.
-
¡Mientes, criatura del demonio!. ¡Los Sagrados
Documentos te condenan!. ¡Tenemos tu foto y todo lo necesario para…! . – Esta
vez fue el Juez quien saltó.
-
¡Basta!. – Dijo dando un golpe con el martillo. - ¡Su
turno de hablar caducó!. Ahora es el turno del acusado. – Alvin enfocó al Juez
con mirada sentida.
-
Gracias, Señor
Juez. La documentación histórica que poseen puede y seguramente está plagada de
errores y huecos dado que durante el bombardeo final de América el noventa por
ciento de los soportes electrónicos fueron destruidos y las transcripciones
sobre papel que ustedes poseen son incompletas y especialmente construidas para
lograr la sociedad que ustedes han logrado desarrollar pero para nada
constituye un elemento confiable para llevar adelante la matanza que hace cien
años llevan a cabo. Se han equivocado. Si matar a un ser humano los condena
puedo asegurarles que desde hace un siglo vienen matando personas, miles, pero
no se asusten que no por ello serán condenados. –
Un clamor indignado se levantó
desde la multitud que colmaba el peculiar tribunal. Alvin prosiguió.
Independientemente a lo que decidan sobre mi futuro hay ciertos asuntos
que deberían llamarles a la reflexión sobre vuestras creencias y la naturaleza
humana. Y más que nada
por la conducta que los caracteriza como sociedad.
Bien saben ustedes que Dios creó al hombre y le dio libre albedrío, más no
obstante este se inclinó siempre por el camino contrario al que el sumo Creador
hubiera deseado.
El camino del bien
y el amor al prójimo no figuraban con mucha prioridad en la agenda del día. Más
bien digamos que se mató por arrasar el mundo que de regalo recibió y justo
cuando estaba por saltar al cosmos para proyectar su destructiva labor al
universo, se declara la guerra contra las máquinas, fundada, según creen
ustedes, en la decisión humana de prescindir de todo tipo de tecnología, de ese
momento hacia la eternidad. –
El fiscal volvió a saltar de
su sitial con el dedo en alto.
-
¿Debo suponer, máquina,
que pones en duda toda nuestra filosofía de vida?. – Luego recordó al Juez, que
lo miraba con severidad, y buscó cruzar su mirada con la mayor dosis de
arrepentimiento posible.
-
No soy una máquina. Responderé a esa pregunta en
breves momentos, lo prometo. Me dijeron que podría hablar libremente cuanto se
me antoje. –
-
Eso es verdad. – Declaró el Juez. El fiscal,
visiblemente contrariado, se volvió a sentar.
-
Cuando la guerra terminó… - Prosiguió Alvin -
…aparecieron ustedes de entre los escombros y rescataron escritos, libros y
manuscritos y adoptaron una filosofía de vida apuntada a la erradicación de
cualquier tipo de crimen y delito, fundada en el amor al prójimo, decidiendo
que la tecnología atentaba contra la naturaleza y la obra de Dios. Entonces
optaron por vivir de acuerdo a sus leyes y armonizar con la naturaleza siendo
parte de ella y no su depredador. Pues les tengo una noticia: La doctrina que
ustedes profesan lleva más de dos mil cuatrocientos años de vigencia. Y les
vuelvo a repetir: No serán condenados por los crímenes que efectivamente
cometieron ni por los que cometan de aquí al fin de los tiempos.–
Esta vez la reacción no
provino solo del público sino que ambos letrados y hasta el mismísimo Juez
saltaron de sus estrados para increpar al acusado. El escándalo duró varios
minutos hasta que por fin todos se calmaron. Entonces Alvin, que aguardó
imperturbable, prosiguió.
-
No es mi intención alterarlos ni frustrarlos de manera
alguna, sino que solo quiero alivianar mi conciencia, si es que debo morir… -
-
¡Las máquinas no tienen conciencia! . – Gritó alguien
entre la multitud.
-
¡Los robots no mueren!. – Gritó otro.
-
…Si es que debo morir… - Repitió el acusado sin
alterar su tono de voz. - …moriré dignamente diciendo la verdad, como el hombre
que soy. –
Y se acomodó en el estrado
respirando profundamente. Luego continuó, a pesar del creciente murmullo de
malestar que sonaba entre la concurrencia.
-
Tomé servicio a los quince años en las filas del
ejército humano. Cada vez nos reclutaban más jóvenes dado que el exterminio
llevado a cabo por las máquinas nos estaba reduciendo a la mínima expresión.
Por una de esas encrucijadas del destino quiso Dios que fuéramos el último
escuadrón humano en combate, veinte hombres luchando sin esperanzas y quiso
Dios también que yo fuera el único sobreviviente. Pude escapar por los pelos y
me vine ocultando durante cuarenta años hasta que ya, cansado, no pude más y me
rendí. Pero todo esto no tiene relevancia, dado que no es mi historia sino la
vuestra le que debe serles revelada. –
-
¿A que se refiere?. – Preguntó interesado el Juez.
Alvin sonrió tristemente.
-
Por poco que analice la historia de su sociedad y su
conducta lo entenderá. Hace cien años que respetan a rajatabla los preceptos
dictados, cada uno de ustedes, cada individuo aportando exactamente, con
precisión matemática, lo que el inconsciente colectivo necesita. Se mueven en
una dirección precisa, recta, imperturbable. Durante cien años no han tenido
una sola trasgresión a las normas dictadas, ni una sola. Tanto es así que ni
siquiera saben armar correctamente un tribunal. – Alvin se dirigió al Juez. -
¿Cuántas veces ha oficiado usted de magistrado?. –
El Juez, confuso, lo miró
largo rato sorprendido.
-
Pues…no… nunca… hasta hoy. – Luego se dirigió a los
abogados.
-
¿Y ustedes…?. - Nuevamente la confusión en
las miradas pero esta vez no hubo respuesta.
¿No lo ven?. Vuestro inconsciente colectivo se actualiza continuamente,
se perfecciona, se amolda, se acomoda para
-
impedir el más mínimo desvío del camino trazado.
¿Creen ustedes posible construir una sociedad humana de perfección tal?. –
-
¡Nosotros lo hemos hecho!. – Vociferó el fiscal.
-
¡Si!. – Respondió Alvin excitado. - ¡Ustedes han
construido una sociedad perfecta, es verdad!. “¡Pero no Humana!. ¡Es por eso que, hagan lo que hagan, jamás serán
condenados!. ¡Porque no son criaturas de Dios!. –
-
¡¿Qué demonios quiere usted decir?!... – Preguntó a
viva
-
voz el Juez.
-
Muy sencillo. – Respondió esta vez con voz suave
Alvin. – Que una sociedad como la de ustedes es imposible, dado que transgrede
la misma naturaleza del hombre. ¿No lo ven?. Ustedes fueron los ganadores, los
robots, y yo soy el último ser humano. Ganaron la guerra y son ahora los únicos
dueños y responsables del mundo. Y espero, sinceramente, que tengan más suerte
y sabiduría que nosotros. –
Alvin bajó del estrado y se
fue caminando tranquilamente. Los comisarios lo seguían pero sin tocarlo ni
saber que hacer.
El Juez hacía sonar su
martillo desenfrenadamente y vociferaba incoherencias.
Los letrados consultaban
enormes libros de texto que se ubicaban en unas estanterías tras los estrados.
Los integrantes del jurado
gritaban “inocente” o “culpable” sin
ton ni son y a veces hasta lloraban desconsolados.
Los integrantes del público
corrían alocadamente de arriba abajo y viceversa en las tribunas y solo paraban
para pronunciar alguna sentida plegaria.
Todo este caos respondía a que
la lógica irrebatible de Alvin desbarataba el andamiaje vigente durante cien
años, el trauma ocasionado en un cerebro biosintético ante tal evento sería grave
pero no irreparable.
A pesar de la indignación y el
alboroto, del desencanto, el desasosiego y los traumas Alvin no fue ejecutado y
fue abandonado en plena jungla para que siguiera su vida. Los robots
encontraron lógica en sus argumentos y se sumieron en la confusión. Cien años
después, con Alvin muerto de viejo desde hacía ya rato, los robots volvían a
crear su propia humanidad, cerrando una vez más el infinito ciclo del absurdo.
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