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miércoles, 10 de octubre de 2012

El Ultimo Robot



Era un tribunal extraño.
Los letrados, fiscal y defensor, estaban ubicados en unos altos estrados metálicos.
El jurado, tan solo tres o cuatro individuos, sentados detrás del Juez.
El Juez, de pie frente a un sencillo atril por arriba de los letrados.
Los comisarios, desarmados y vestidos de paisanos, miraban permanentemente al público.
Y el público, ansioso y expectante, una verdadera multitud que se ubicaba apretadamente en las enormes graderías del derruido otrora estadio de fútbol.
Solo faltaba el acusado.
Un solitario banquillo frente al Juez inducía su posible futura presencia.
Un murmullo creciente provenía de las graderías y, paulatinamente, se iba volviendo casi ensordecedor.
Dos golpes con el martillo, y el murmullo cesó, automáticamente.
El fiscal se puso de pie y dando a su paso un sesgo marcial, se alisó la toga negra y acomodó su dorada peluca larga hasta los hombros.
El día ha llegado. – Dijo soberbio y retórico. – Durante cien años la humanidad ha respetado el legado de nuestros ancestros y ha renunciado totalmente a la tecnología que la llevó a la perdición. ¡Cien años!... No es poca cosa pero hemos construido una sociedad sin delito, sin crímenes… una sociedad en paz. Convivimos en perfecta armonía con la naturaleza, dictando nuestras leyes en consonancia con las de Dios. Lamentablemente, y como ustedes sabrán, esto no se logró sin una cruenta y sangrienta guerra, la historia lo refrenda. Eran las máquinas o nosotros, dilema crucial. Nos declararon la guerra… y casi ganan. Por muy poco, casi se quedan con el mundo que Nuestro Señor creó para nosotros, los Humanos. Luego que ganamos la guerra, allá, cien años atrás, tuvimos que embarcarnos en una larga y

-          penosa tarea de exterminio dado que si un solo átomo de esas asquerosas máquinas sobrevivía, la seguridad y la paz de Dios jamás llegaría a nuestros corazones… -
Un murmullo de aprobación creció en el numeroso público que colmaba las tribunas, incluso hasta se podían escuchar algunas alabanzas religiosas. Unos golpes de martillo propinados por el Juez trajeron silencio a la sala nuevamente.
-          Pero al fin, el día ha llegado, hermanos. – Prosiguió el fiscal.
-          El último robot ha sido capturado”. –
Las últimas palabras del fiscal fueron pronunciadas como una sentencia y en un tono viril y entonado.
La respuesta fue un auténtico clamor. Entre la multitud reunida se veía quienes se arrodillaban con ojos anegados de lágrimas y otros que rezaban emocionadamente. Los “Aleluya” se multiplicaban por doquier y las alabanzas a Dios y sus ángeles se repetían de boca en boca. El fiscal tomó asiento y entonces el defensor tomó su lugar.


Había que tener coraje para tomar la defensa de esa causa pero quien se encaminaba al estrado para ejecutar su alocución no se veía acobardado, aún siendo de género femenino entre tanta masculinidad. Esta vez el público respondió con desaprobación hacia quien se ubicaba ante el atril para tomar la palabra, con mesura y educación, pero rechazando la presencia. El Juez no pudo imponer el orden en esta ocasión y los comisarios tuvieron que hacer su tarea, usando una acabada disuasión oral, para que la gente se tranquilizara. Imperturbable, la defensora acomodó unos papeles sobre el atril y comenzó.
-          Somos gente de fe, piadosa, temerosa de Dios y cumplidora a pies juntillas de sus preceptos. ¿Qué pasaría si, por error, cometiéramos un crimen?.  ¿Qué pasaría con nosotros si cometiéramos un asesinato?. –
Esto último lo dijo subiendo notablemente el volumen de su voz, casi gritando. Los improperios, pronunciados casi en susurros, hacia la letrada defensora se multiplicaban. Esta prosiguió.
        La última generación de máquinas insertó en nuestra sociedad robots bio-sintéticos. Ustedes saben, lo han estudiado en los libros de La Historia Sagrada. Era imposible distinguirlos, diferenciarlos de un verdadero ser humano sin sofisticado instrumental. Si lo cortabas sangraba, si lo abrías en canal encontrabas lo mismo que encontrarías en uno de nuestros hermanos, si le levantabas la tapa del cráneo encontrabas un cerebro… exactamente igual al tuyo… -
Dijo esto último señalando a un integrante del público ubicado en primera fila. 


Claro, no eran “realmente” de carne y hueso, las máquinas no son Dios, eran bio-sintéticos. Pero lo que realmente importa es que no eran distinguibles a simple vista, ni siquiera un experto podía, ni viviendo una vida con ellos podrías haberte dado cuenta. Por eso casi ganan la guerra. Se infiltraron en nuestra sociedad y por muy poco no tomaron el control de todo. Pero, claro, Dios estaba de nuestra parte y puso la sospecha en nuestros corazones y con ello surgió la tecnología que permitió el desarrollo de los instrumentos que los detectaron. Y finalmente el mundo fue para quienes Dios quería que fuese. Pero ahora, hermanos, estamos ante un dilema fundamental, un punto de inflexión. Vino hacia nosotros, no tuvimos que capturarlo. Se entregó. Esa es la verdad. Tenemos entre nosotros un ente que según nuestra documentación es una máquina pero no tenemos realmente medios para confirmarlo. Según nuestros archivos, tiene más de doscientos años, poseemos su número de serie de fabricación, su fecha de puesta en marcha y su foja de servicio militar… Pero en realidad no sabemos, no podemos comprobar fehacientemente si es humano o no. ¿Qué haremos?. Si nos ceñimos a la ley, debemos destruirlo, pero si nos equivocamos, si esta criatura, por algún avatar del destino, llegase a ser humana, recibiríamos la condena celestial, dado que habremos 
        incurrido en asesinato, pecado capital, la salvación divina nos será negada y estaremos perdidos como sociedad hacia toda la eternidad, todo lo logrado durante un siglo de sacrificios inconmensurables habrá sido en vano. –
Ahora la gente se miraba insegura. La semilla de la duda y el miedo había sido sembrada en sus mentes. La abogada defensora bajó enérgicamente del estrado.
-          ¡Entonces, hermanos, yo les digo!. – Vociferó. - ¡Si cuando traigan al acusado, alguno de todos ustedes está absolutamente seguro de su naturaleza, le ruego que baje hasta este tribunal y lo diga!. ¡Será escuchado!. -
Bruscamente la defensora decidió terminar su disertación. En su preparado monólogo tenía algunas líneas más pero ya había logrado el efecto deseado y temía que si se extendía podría perjudicar lo logrado.
Acto seguido fue ingresado el acusado.
El juez lo miró desde su elevado estrado mientras lo sentaban frente a las enormes gradas que contenían al público. El fiscal había soñado este momento con elevados gritos de condena y desaprobación por parte de la gente pero muy poco de ello ocurrió. Solo murmullos de disgusto, frustración y duda. La labor de la defensora había sido brillante y efectiva.
-          Ahora escucharemos al acusado. – Pronunció el Juez.
Se trataba de un individuo algo entrado en años, cincuenta o sesenta, de estatura mediana y cuerpo enjuto y desgarbado, todo bastante ordinario hasta que lo mirabas a los ojos, allí el asunto cambiaba diametralmente. El reo se aclaró la garganta y con voz seca y cascada comenzó a hablar.
-          Mi nombre es Alvin Talhud. Nací en América Central hace cincuenta y ocho años y no soy una máquina… - El fiscal se levantó de un salto.
                                                          

-          ¡Mientes, criatura del demonio!. ¡Los Sagrados Documentos te condenan!. ¡Tenemos tu foto y todo lo necesario para…! . – Esta vez fue el Juez quien saltó.
-          ¡Basta!. – Dijo dando un golpe con el martillo. - ¡Su turno de hablar caducó!. Ahora es el turno del acusado. – Alvin enfocó al Juez con mirada sentida.
-           Gracias, Señor Juez. La documentación histórica que poseen puede y seguramente está plagada de errores y huecos dado que durante el bombardeo final de América el noventa por ciento de los soportes electrónicos fueron destruidos y las transcripciones sobre papel que ustedes poseen son incompletas y especialmente construidas para lograr la sociedad que ustedes han logrado desarrollar pero para nada constituye un elemento confiable para llevar adelante la matanza que hace cien años llevan a cabo. Se han equivocado. Si matar a un ser humano los condena puedo asegurarles que desde hace un siglo vienen matando personas, miles, pero no se asusten que no por ello serán condenados. –
Un clamor indignado se levantó desde la multitud que colmaba el peculiar tribunal. Alvin prosiguió.
Independientemente a lo que decidan sobre mi futuro hay ciertos asuntos que deberían llamarles a la reflexión sobre vuestras creencias y la naturaleza humana. Y más que nada

por la conducta que los caracteriza como sociedad. Bien saben ustedes que Dios creó al hombre y le dio libre albedrío, más no obstante este se inclinó siempre por el camino contrario al que el sumo Creador hubiera deseado.
El camino del bien y el amor al prójimo no figuraban con mucha prioridad en la agenda del día. Más bien digamos que se mató por arrasar el mundo que de regalo recibió y justo cuando estaba por saltar al cosmos para proyectar su destructiva labor al universo, se declara la guerra contra las máquinas, fundada, según creen ustedes, en la decisión humana de prescindir de todo tipo de tecnología, de ese momento hacia la eternidad. –
El fiscal volvió a saltar de su sitial con el dedo en alto.
-          ¿Debo suponer, máquina, que pones en duda toda nuestra filosofía de vida?. – Luego recordó al Juez, que lo miraba con severidad, y buscó cruzar su mirada con la mayor dosis de arrepentimiento posible.
-          No soy una máquina. Responderé a esa pregunta en breves momentos, lo prometo. Me dijeron que podría hablar libremente cuanto se me antoje. –
-          Eso es verdad. – Declaró el Juez. El fiscal, visiblemente contrariado, se volvió a sentar.
-          Cuando la guerra terminó… - Prosiguió Alvin - …aparecieron ustedes de entre los escombros y rescataron escritos, libros y manuscritos y adoptaron una filosofía de vida apuntada a la erradicación de cualquier tipo de crimen y delito, fundada en el amor al prójimo, decidiendo que la tecnología atentaba contra la naturaleza y la obra de Dios. Entonces optaron por vivir de acuerdo a sus leyes y armonizar con la naturaleza siendo parte de ella y no su depredador. Pues les tengo una noticia: La doctrina que ustedes profesan lleva más de dos mil cuatrocientos años de vigencia. Y les vuelvo a repetir: No serán condenados por los crímenes que efectivamente cometieron ni por los que cometan de aquí al fin de los tiempos.–    


 Esta vez la reacción no provino solo del público sino que ambos letrados y hasta el mismísimo Juez saltaron de sus estrados para increpar al acusado. El escándalo duró varios minutos hasta que por fin todos se calmaron. Entonces Alvin, que aguardó imperturbable, prosiguió.
-          No es mi intención alterarlos ni frustrarlos de manera alguna, sino que solo quiero alivianar mi conciencia, si es que debo morir… -
-          ¡Las máquinas no tienen conciencia! . – Gritó alguien entre la multitud.
-          ¡Los robots no mueren!. – Gritó otro.
-          …Si es que debo morir… - Repitió el acusado sin alterar su tono de voz. - …moriré dignamente diciendo la verdad, como el hombre que soy. –
Y se acomodó en el estrado respirando profundamente. Luego continuó, a pesar del creciente murmullo de malestar que sonaba entre la concurrencia.
-          Tomé servicio a los quince años en las filas del ejército humano. Cada vez nos reclutaban más jóvenes dado que el exterminio llevado a cabo por las máquinas nos estaba reduciendo a la mínima expresión. Por una de esas encrucijadas del destino quiso Dios que fuéramos el último escuadrón humano en combate, veinte hombres luchando sin esperanzas y quiso Dios también que yo fuera el único sobreviviente. Pude escapar por los pelos y me vine ocultando durante cuarenta años hasta que ya, cansado, no pude más y me rendí. Pero todo esto no tiene relevancia, dado que no es mi historia sino la vuestra le que debe serles revelada. –
-          ¿A que se refiere?. – Preguntó interesado el Juez. Alvin sonrió tristemente.
-          Por poco que analice la historia de su sociedad y su conducta lo entenderá. Hace cien años que respetan a rajatabla los preceptos dictados, cada uno de ustedes, cada individuo aportando exactamente, con precisión matemática, lo que el inconsciente colectivo necesita. Se mueven en una dirección precisa, recta, imperturbable. Durante cien años no han tenido una sola trasgresión a las normas dictadas, ni una sola. Tanto es así que ni siquiera saben armar correctamente un tribunal. – Alvin se dirigió al Juez. - ¿Cuántas veces ha oficiado usted de magistrado?. –
El Juez, confuso, lo miró largo rato sorprendido.
-          Pues…no… nunca… hasta hoy. – Luego se dirigió a los abogados.
-          ¿Y ustedes…?. - Nuevamente.... rato sorprendidode magistrado?ente un tribunal.viduo aportando exactamente, con precisi es que debo morir. la confusión en las miradas pero esta vez no hubo respuesta.
¿No lo ven?. Vuestro inconsciente colectivo se actualiza continuamente, se perfecciona, se amolda, se acomoda para

-          impedir el más mínimo desvío del camino trazado. ¿Creen ustedes posible construir una sociedad humana de perfección tal?. –
-          ¡Nosotros lo hemos hecho!. – Vociferó el fiscal.
-          ¡Si!. – Respondió Alvin excitado. - ¡Ustedes han construido una sociedad perfecta, es verdad!. “¡Pero no Humana!. ¡Es por eso que, hagan lo que hagan, jamás serán condenados!. ¡Porque no son criaturas de Dios!.
-          ¡¿Qué demonios quiere usted decir?!... – Preguntó a vivant quiere usted decir?litodelito, es verdad!a sin delito?. -
-          el m voz el Juez.
-          Muy sencillo. – Respondió esta vez con voz suave Alvin. – Que una sociedad como la de ustedes es imposible, dado que transgrede la misma naturaleza del hombre. ¿No lo ven?. Ustedes fueron los ganadores, los robots, y yo soy el último ser humano. Ganaron la guerra y son ahora los únicos dueños y responsables del mundo. Y espero, sinceramente, que tengan más suerte y sabiduría que nosotros. –
Alvin bajó del estrado y se fue caminando tranquilamente. Los comisarios lo seguían pero sin tocarlo ni saber que hacer.
El Juez hacía sonar su martillo desenfrenadamente y vociferaba incoherencias.
Los letrados consultaban enormes libros de texto que se ubicaban en unas estanterías tras los estrados.
Los integrantes del jurado gritaban “inocente” o “culpable” sin ton ni son y a veces hasta lloraban desconsolados.
Los integrantes del público corrían alocadamente de arriba abajo y viceversa en las tribunas y solo paraban para pronunciar alguna sentida plegaria.
Todo este caos respondía a que la lógica irrebatible de Alvin desbarataba el andamiaje vigente durante cien años, el trauma ocasionado en un cerebro biosintético ante tal evento sería grave pero no irreparable.
A pesar de la indignación y el alboroto, del desencanto, el desasosiego y los traumas Alvin no fue ejecutado y fue abandonado en plena jungla para que siguiera su vida. Los robots encontraron lógica en sus argumentos y se sumieron en la confusión. Cien años después, con Alvin muerto de viejo desde hacía ya rato, los robots volvían a crear su propia humanidad, cerrando una vez más el infinito ciclo del absurdo.

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  puvozvovoz   





sábado, 29 de septiembre de 2012

Mundo Maravilloso...



El planeta resistió cuatro guerras mundiales…pero no cinco. La última, en donde se probó toda la gama de armas nucleares y bacteriológicas, se llevó las palmas, un Oscar de oro y el noventa y cinco por ciento de todos los seres vivos.
A quienes les tocó la dura prueba de sobrevivir tenían tres opciones.
Ante un clima absolutamente desprovisto de condiciones de vida solo podían:

   1)     Morir dolorosamente.
  2)     Mutar dolorosamente en un ser horrible.
   3)     Embutirse en un 
  traje “Eternical”, 
  fabricado por 
la multinacional 
“Sistemas y Androides Eternical” 
que, curiosamente, había 
manufacturado todos los ingenios 
que devastaron la vida en el planeta.
La primera opción no necesita 
muchas aclaraciones. La segunda se trataba de una mutación genética generada por las nuevas y antinaturales condiciones climáticas presentes en el mundo. Es decir, si no tenías la fortuna de morir luego de haber sufrido horriblemente durante semanas, te convertías en alguna de las variedades de monstruos espantosos comedores de carroña que pululaban por las ruinas de las ciudades.
Era quizás la tercera opción la más atractiva.
Si poseías la suficiente y sideral cantidad de dinero podías comprarle a Eternical un traje con autonomía de ochenta años donde encerrarte de por vida y, si morías joven, legarlo a tu descendencia.   Claro que para ello debías tomar conciencia de que jamás saldrías vivo del traje.
Esto se debía al mismo sustento de vida autónomo del sistema. El traje era en realidad un sofisticado androide bio-cibernético cuya función consistía en mantener vivo al ser que lo habitaba y obedecer ciegamente sus órdenes. De esta manera, una vez que alguien se instalaba dentro, el robot tomaba posesión del cuerpo y en una compleja e irreversible intervención quirúrgica lo poseía, interviniendo todas las funciones físicas y satisfaciendo y monitoreando todas las fisiológicas. Así, quien habitaba el traje se convertía en una nueva super criatura pero muy lejos de parecer humana. Por fuera solo se veía un portentoso ser metálico, oscuro, brillante y amenazante, de tres metros de altura, casi indestructible y dotado de todo tipo de dispositivos de ataque y defensa. Los “Lobos”, así eran vulgarmente llamados, eran depredadores en lo más alto de la escala evolutiva y se dedicaban simplemente a matar a todo lo que se moviera por el suelo. No eran muchos, apenas unos cientos, pero lo suficientemente poderosos para autoproclamarse los dueños del mundo y todo se movía de acuerdo a las leyes por ellos mismos dictadas. Para ellos los mutantes eran animales solo movidos por sus instintos más elementales y por eso no tenían lugar en el planeta. Un solo Lobo mataba decenas de mutantes por día.
Los mutantes no eran todos iguales, todos los días se descubría una nueva mutación, un nuevo horror.
Con el paso de los siglos, los Lobos comenzaron a olvidar la figura humana original y para no incurrir en errores programaron sus sistemas para reconocerla en caso de cruzarse con alguna. Claro, nunca ocurrió y quizás nunca ocurriría, era una raza extinta, pero los Lobos eran organizados y odiaban la mera idea de matar por error a uno de sus ancestros.
Van Temer había ingresado en el traje treinta años atrás y su edad cronológica era de cincuenta pero, claro, quien viera a ese ser amorfo, gelatinoso e inerte nunca se le ocurriría asociarle edad alguna.
Había permanecido cien años en hibernación en las instalaciones de Eternical a la espera del traje previamente abonado y era uno de los últimos seres humanos existentes en el planeta.
Pero por fin el día llegó y se convirtió en un Lobo.
Ese día recorría el desierto en busca de alimento y presa, que eran cosas absolutamente diferentes, y ambas cosas se le presentaban esquivas. Poseía reservas alimentarias para tres días más pero no podía terminar la jornada con el magro número de asesinatos en su haber, eso lo haría bajar en la tabla de puntuación. Las condiciones exteriores no podían ser peores. La presencia de monóxido era extrema y la radiación peor aún. Para colmo la temperatura alcanzaba los setenta grados y encima persistía una copiosa lluvia ácida. Claro que todas estas cosas no preocupaban a Van Temer, él siempre estaría a salvo dentro de su ciber-útero pero hacía que sus presas, los mutantes, permanecieran a resguardo, bien lejos del exterior. Harto de la nada conseguida puso al traje a máxima velocidad y, a doscientos kilómetros por hora, atravesó rápidamente el desierto y se zambulló en las sombras proyectadas por las áridas montañas del sur. Van Temer sabía que nunca vería un mundo distinto, por más que los de Eternical trabajaran duro nunca recrearían un mundo habitable en menos de doscientos años.
Eso lo deprimía.
Pensaba en ello mientras el traje se desplazaba, ahora lentamente, cerca de las faldas de los elevados picos del sur… cuando la vio. Al principio pensó que lo mostrado por el monitor de su estrecho cubículo de mando era una imagen de archivo pero al constatar el origen confirmó que se trataba de visiones del exterior en directo. Detuvo el traje y con expresión (si se le podía llamar así) perpleja observó al ser diminuto que se cruzaba en el camino del ominoso robot. Miraba directamente a la cámara, de manera que era como si le mirara a los ojos. 

Van Temer examinó a la figura de arriba abajo. Vestía una túnica color pardo como única prenda y se guarecía de la nociva lluvia apenas con una palma seca de alguna planta ya extinta. Sus pequeños pies apenas si estaban provistos con unas precarias sandalias de algún indescifrable material. Sus ojos, de un azul imposible, no se apartaban de los suyos y parecían cantarle una dulce melodía. Le ordenó al procesador central que analizara la presencia:
“Humano, femenino, infante entre ocho y once años”.
La perplejidad se transformó en conmoción. ¿Cómo podía respirar?. ¿Cómo resistía su piel la lluvia ácida?. ¿Cómo es que la radiación no la reducía a cenizas?. Estos y mil interrogantes se plasmaban en su mente confusa cuando de su consola surgió la voz infantil que le decía:
“¿Qué haces allí dentro encerrado?. ¡Ven a respirar aire puro!.”
La niña le hablaba, su voz le sonó angelical e infinitamente dulce. Ya no los gruñidos y alaridos mutantes, durante décadas monopolizando sus oídos. Su mente se relajó y por una vez la matanza pasó a segundo plano. Sones suaves, sinfonías celestiales.
“¿Cómo te llamas?” se le ocurrió preguntar.
“Tania…” fue la angelical respuesta. La lluvia cesó y el Sol…(¡¿El Sol?!...) arrojó tímidos rayos sobre el suelo. Van Temer redireccionó la cámara para poder observar el hallazgo, las cenizas radiactivas nunca dejaron pasar la luz del Sol. La niña comenzó a saltar y a corretear en círculo, alegre, feliz.
“¡Ven a jugar conmigo!. ¡Ya sale el Sol!.”
Van Temer se desesperó. Ordenó al robot abrir la escotilla exterior, quería estar con la niña aunque sabía que sus atrofiados miembros móviles jamás le permitirían desplazamiento alguno, pero el robot le negó la operatoria, la escotilla exterior solo se abría ante la muerte de su ocupante. La frustración le nubló la mente, de pronto una creciente claustrofobia le atrofió los sentidos.
“¡Introduce el código “AZUL”!” le gritó la niña desde el exterior.
¿Cómo no se le había ocurrido?, pero, ¿cómo sabía ella de los códigos de excepción?. ¿Qué estaba cambiando en el exterior?, ¿qué se estaba perdiendo?. No importaba. Quería estar junto a la niña con toda su alma, había estado equivocado, engañado por Eternical durante toda su vida. Sin dudar un segundo ordenó la codificación y el robot no tuvo más opción que obedecer. Cuando la escotilla se abrió los gases tóxicos lo aniquilaron en un segundo. No sintió, por ende, las manos mutantes que lo arrancaron del cubículo de mando y lo arrojaron a un costado como la masa de carne inerte que era. Uno de los mutantes desactivó el dispositivo que interfería la cámara exterior y el monitor mostró entonces la realidad. Otro mutante pasó a ocupar el lugar que dejaba libre Van Temer  y el robot limpió el espacio de la innumerable cantidad de sondas y sensores ya inútiles y se aprestó a acondicionar el lugar para su nuevo ocupante, cirugía de por medio. La escotilla exterior se cerró y el robot  puso en marcha la labor. Pronto se enfrentaría a sus hermanos, infiltrado entre las filas enemigas. No eran muchos pero ya varios Lobos eran comandados por mutantes y el imperio de los androides tocaría a su fin.
   
Los mutantes pensaban, creaban y construían pero los Lobos no se habían percatado.
De la más cruel de las masacres, de la devastación más pura, nacía el nuevo Homo Sapiens.

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martes, 4 de septiembre de 2012

360 Grados



Se encontró sentado en la cama, con los pitidos del reloj atronándole los oídos. Ese día cumplía veintinueve años.
De un manotazo silenció el reloj.
Había emergido del sueño violentamente, angustiado, profusamente transpirado, a pesar de que la temperatura ambiente del dormitorio apenas si llegaba a los dieciocho grados, pero lo que más lo torturaba era esa sensación de aterradora opresión que le atenazaba el pecho como una garra, esa tremenda angustia. Nunca le había ocurrido, era una experiencia tremenda, demoledora.
Y lo peor era no saber a que atribuirle semejante vivencia.
Una pesadilla, claro, una terrible pesadilla, pero no recordaba absolutamente nada.
A su lado Paola roncaba suavemente, por fortuna nunca escuchaba el reloj, no hubiera sabido que decirle, ni siquiera sabía si era capaz de hablar.
Puso los pies en el piso y se dirigió al baño, parecía que el piso se hundía a su paso. La imagen de su rostro que reflejó el espejo lo dejó sin aire, era la de un hombre absolutamente agotado, arrasado, desvastado. Sus ojos, intensamente irritados, hablaban inconfundiblemente de largas horas de llanto incontenible.
La confusión se anexo a su cóctel de sensaciones.
Comenzó a vestirse, era hora de ir hacia el trabajo. De pasada hacia la puerta de salida pasó por el dormitorio de Lara, su pequeña hija de dos años. La imagen de ella, con sus rojos bucles y su piel de nácar, durmiendo tranquilamente, le trajo algo de sosiego y recordó la tremenda lucha entablada hasta lograr que Paola quedara embarazada. Cinco largos años de penosos tratamientos y esperas angustiosas hasta que llegó el día esperado. Y allí empezó una ansiosa espera de nueve meses hasta que, luego de un breve parto, llegó el premio mayor.
Ser padres es de gigantes, idiotas abstenerse.  
No obstante, conforme se alejaba de la habitación todas esas horribles sensaciones volvían a agobiarle.
Pasaron varias semanas hasta que pudo comenzar a olvidar mínimamente lo ocurrido aquella noche y varios años hasta que lo olvidó totalmente.
Durante esos años Lara comenzó sus primeros de escuela y toda la atención, como desde su nacimiento, se centró en ella.
Es que era un ángel.

Una vez ella en escena todo lo demás se opacaba y se llevaba la exclusividad y las babas de sus padres, tíos, abuelos, y quien fuera que tuviera ante sí. Su paso por la escuela primaria, secundaria, hasta su ingreso a la universidad, fue solo un trámite. Siempre en destacado, siempre sobresaliendo. Era parte integrante en todas las decisiones que se tomaban en familia y para Diego, su padre, era un permanente órgano de consulta, un faro que iluminaba su vida y la de su esposa.
Por eso, cuando esa noche sonó el teléfono, mientras la pareja miraba tranquilamente televisión después de la cena, nadie se hubiera imaginado la tragedia que se desataría al minuto siguiente.
Diego escuchaba estupefacto lo que alguien le decía mientras Paola lo veía palidecer intensamente.

“Un accidente…”
“¿Donde está…?”
“…En el Hospital Municipal…”
“¿Cómo está?...”
“…No sabemos, señor, allí le informarán…”


Como en una mala película de género dramático y sin saber cuando ni como se encontraron en una morgue reconociendo el cadáver, aún sin saber si era un mal sueño, sin poder reaccionar. Presas de tal angustia que aún no habían derramado una sola lágrima, no habían tenido tiempo, tenían que asimilar que Lara estaba muerta. Los allegados comenzaron a llegar y encontraban a la pareja en una pequeña y agobiante salita con una expresión perdida en el rostro, como si no supieran siquiera donde estaban. Pero cuando Paola tuvo noción de que su madre estaba ante ella la conmoción la desbordó. De su boca emergió un grito ronco y monocorde, constante, atronador.
“No” decía pero la “o” jamás se cortaba.
Diego asistía a todo esto más como un espectador que como un obligado protagonista. Sentía un vacío en el alma imposible de describir o ponderar pero aún no caía en la cuenta del trance al que estaba sometido.
Finalmente Paola se desmayó y tuvo que ser atendida por la guardia del hospital.
Lara esta muerta” sonaba en la mente de Diego. “Un hijo de puta la mató para robarle el bolso”.
A su alrededor todo era llanto y desesperación inconsolable. Todo era drama, tragedia, estupor. Una mano se posó en el hombro de Diego.
Se giró, era su padre, Diego también se desmayó.

La sala velatoria era como cualquier otra, lujosa, confortable, pero a nadie le importaba. Paola permanecía de pie ante el féretro con la mirada perdida en algún universo distante y Lara estaba increíblemente hermosa, tan hermosa como muerta. Si ser padre es de gigantes, perder un hijo te hace un enano, insignificante, sin ganas de seguir.
El momento tan temido llegó y fue tan aterrador como Diego lo imaginó, quizás más.
Había que cerrar el féretro.
Inútil describir el dolor, el espanto, el desgarro.
Pero Diego no calculó la escena del cementerio. 
Fue mucho peor.
Junto a Paola ante la tumba abierta, ver descender el féretro hacia la fosa fue como descender con ella hacia el vacío más absoluto. La tierra cayendo y estrellándose en la madera con ruido sordo, tapando la felicidad, el futuro, los proyectos, todo enterrado para siempre…
Le pareció que sus oídos fallaban pues comenzó a escuchar unos pitidos. Desconcertado vio como sus manos iban perdiendo consistencia. De pronto se vio a s{i mismo desde lo alto junto a Paola, como si estuviera volando y ganando altura rápidamente. Y los pitidos cada vez más fuertes, más potentes, ensordecedores…

                                               ……………………………
Se encontró sentado en la cama con los pitidos del reloj atronándole los oídos. Ese día cumplía veintinueve años.
De un manotazo silenció el reloj…

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