El planeta resistió cuatro
guerras mundiales…pero no cinco. La última, en donde se probó toda la gama de
armas nucleares y bacteriológicas, se llevó las palmas, un Oscar de oro y el
noventa y cinco por ciento de todos los seres vivos.
A quienes les tocó la dura
prueba de sobrevivir tenían tres opciones.
Ante un clima absolutamente
desprovisto de condiciones de vida solo podían:
1) Morir
dolorosamente.
2) Mutar dolorosamente
en un ser horrible.
3) Embutirse en un
traje “Eternical”,
fabricado por
la multinacional
“Sistemas y Androides Eternical”
que, curiosamente, había
manufacturado todos los ingenios
que devastaron la vida en el planeta.
traje “Eternical”,
fabricado por
la multinacional
“Sistemas y Androides Eternical”
que, curiosamente, había
manufacturado todos los ingenios
que devastaron la vida en el planeta.
La primera opción no necesita
muchas aclaraciones. La segunda se trataba de una mutación genética generada por las nuevas y antinaturales condiciones climáticas presentes en el mundo. Es decir, si no tenías la fortuna de morir luego de haber sufrido horriblemente durante semanas, te convertías en alguna de las variedades de monstruos espantosos comedores de carroña que pululaban por las ruinas de las ciudades.
muchas aclaraciones. La segunda se trataba de una mutación genética generada por las nuevas y antinaturales condiciones climáticas presentes en el mundo. Es decir, si no tenías la fortuna de morir luego de haber sufrido horriblemente durante semanas, te convertías en alguna de las variedades de monstruos espantosos comedores de carroña que pululaban por las ruinas de las ciudades.
Era quizás la tercera opción
la más atractiva.
Si poseías la suficiente y
sideral cantidad de dinero podías comprarle a Eternical un traje con autonomía
de ochenta años donde encerrarte de por vida y, si morías joven, legarlo a tu
descendencia. Claro que para ello
debías tomar conciencia de que jamás saldrías vivo del traje.
Los mutantes no eran todos
iguales, todos los días se descubría una nueva mutación, un nuevo horror.
Con el paso de los siglos, los
Lobos comenzaron a olvidar la figura humana original y para no incurrir en
errores programaron sus sistemas para reconocerla en caso de cruzarse con
alguna. Claro, nunca ocurrió y quizás nunca ocurriría, era una raza extinta,
pero los Lobos eran organizados y odiaban la mera idea de matar por error a uno
de sus ancestros.
Van Temer había ingresado en
el traje treinta años atrás y su edad cronológica era de cincuenta pero, claro,
quien viera a ese ser amorfo, gelatinoso e inerte nunca se le ocurriría asociarle
edad alguna.
Había permanecido cien años en
hibernación en las instalaciones de Eternical a la espera del traje previamente
abonado y era uno de los últimos seres humanos existentes en el planeta.
Pero por fin el día llegó y se
convirtió en un Lobo.
Ese día recorría el desierto
en busca de alimento y presa, que eran cosas absolutamente diferentes, y ambas
cosas se le presentaban esquivas. Poseía reservas alimentarias para tres días más
pero no podía terminar la jornada con el magro número de asesinatos en su
haber, eso lo haría bajar en la tabla de puntuación. Las condiciones exteriores
no podían ser peores. La presencia de monóxido era extrema y la radiación peor
aún. Para colmo la temperatura alcanzaba los setenta grados y encima persistía
una copiosa lluvia ácida. Claro que todas estas cosas no preocupaban a Van
Temer, él siempre estaría a salvo dentro de su ciber-útero pero hacía que sus
presas, los mutantes, permanecieran a resguardo, bien lejos del exterior. Harto
de la nada conseguida puso al traje a máxima velocidad y, a doscientos
kilómetros por hora, atravesó rápidamente el desierto y se zambulló en las
sombras proyectadas por las áridas montañas del sur. Van Temer sabía que nunca
vería un mundo distinto, por más que los de Eternical trabajaran duro nunca
recrearían un mundo habitable en menos de doscientos años.
Eso lo deprimía.
Pensaba en ello mientras el
traje se desplazaba, ahora lentamente, cerca de las faldas de los elevados
picos del sur… cuando la vio. Al principio pensó que lo mostrado por el monitor
de su estrecho cubículo de mando era una imagen de archivo pero al constatar el
origen confirmó que se trataba de visiones del exterior en directo. Detuvo el
traje y con expresión (si se le podía llamar así) perpleja observó al ser diminuto
que se cruzaba en el camino del ominoso robot. Miraba directamente a la cámara,
de manera que era como si le mirara a los ojos.
Van Temer examinó a la figura de arriba abajo. Vestía una túnica color pardo como única prenda y se guarecía de la nociva lluvia apenas con una palma seca de alguna planta ya extinta. Sus pequeños pies apenas si estaban provistos con unas precarias sandalias de algún indescifrable material. Sus ojos, de un azul imposible, no se apartaban de los suyos y parecían cantarle una dulce melodía. Le ordenó al procesador central que analizara la presencia:
Van Temer examinó a la figura de arriba abajo. Vestía una túnica color pardo como única prenda y se guarecía de la nociva lluvia apenas con una palma seca de alguna planta ya extinta. Sus pequeños pies apenas si estaban provistos con unas precarias sandalias de algún indescifrable material. Sus ojos, de un azul imposible, no se apartaban de los suyos y parecían cantarle una dulce melodía. Le ordenó al procesador central que analizara la presencia:
“Humano, femenino, infante
entre ocho y once años”.
La perplejidad se transformó
en conmoción. ¿Cómo podía respirar?. ¿Cómo resistía su piel la lluvia ácida?.
¿Cómo es que la radiación no la reducía a cenizas?. Estos y mil interrogantes
se plasmaban en su mente confusa cuando de su consola surgió la voz infantil
que le decía:
“¿Qué haces allí dentro
encerrado?. ¡Ven a respirar aire puro!.”
La niña le hablaba, su voz le
sonó angelical e infinitamente dulce. Ya no los gruñidos y alaridos mutantes,
durante décadas monopolizando sus oídos. Su mente se relajó y por una vez la
matanza pasó a segundo plano. Sones suaves, sinfonías celestiales.
“¿Cómo te llamas?” se le
ocurrió preguntar.
Van Temer se desesperó. Ordenó
al robot abrir la escotilla exterior, quería estar con la niña aunque sabía que
sus atrofiados miembros móviles jamás le permitirían desplazamiento alguno,
pero el robot le negó la operatoria, la escotilla exterior solo se abría ante
la muerte de su ocupante. La frustración le nubló la mente, de pronto una
creciente claustrofobia le atrofió los sentidos.
“¡Introduce el código “AZUL”!”
le gritó la niña desde el exterior.
¿Cómo no se le había
ocurrido?, pero, ¿cómo sabía ella de los códigos de excepción?. ¿Qué estaba
cambiando en el exterior?, ¿qué se estaba perdiendo?. No importaba. Quería
estar junto a la niña con toda su alma, había estado equivocado, engañado por
Eternical durante toda su vida. Sin dudar un segundo ordenó la codificación y
el robot no tuvo más opción que obedecer. Cuando la escotilla se abrió los
gases tóxicos lo aniquilaron en un segundo. No sintió, por ende, las manos
mutantes que lo arrancaron del cubículo de mando y lo arrojaron a un costado
como la masa de carne inerte que era. Uno de los mutantes desactivó el
dispositivo que interfería la cámara exterior y el monitor mostró entonces la
realidad. Otro mutante pasó a ocupar el lugar que dejaba libre Van Temer y el robot limpió el espacio de la
innumerable cantidad de sondas y sensores ya inútiles y se aprestó a
acondicionar el lugar para su nuevo ocupante, cirugía de por medio. La
escotilla exterior se cerró y el robot
puso en marcha la labor. Pronto se enfrentaría a sus hermanos,
infiltrado entre las filas enemigas. No eran muchos pero ya varios Lobos eran
comandados por mutantes y el imperio de los androides tocaría a su fin.
Los mutantes pensaban, creaban
y construían pero los Lobos no se habían percatado.
De la más cruel de las
masacres, de la devastación más pura, nacía el nuevo Homo Sapiens.
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