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viernes, 3 de mayo de 2013

Crónica de Los Inútiles



Nota Del Autor: Este es un relato de ficción, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

El ambiente de la oficina era como la de cualquier ambiente burocrático de país de tercer mundo: Desorden y caos. Aunque esto podría obedecer a muchas cosas:
-          Un exceso de actividad. No era el caso de esa oficina. Aunque no le faltaba trabajo, poca o ninguna importancia se le daba.
-          Una ausencia absoluta de actividad que justificara la inmediata desaparición de la repartición. De esta manera la acumulación de expedientes y biblioratos desparramados por todas partes en dramáticas e inestables pilas, los armarios abarrotados de papeles inútiles, las mesas donde vegetaban las máquinas de escribir y las obsoletas computadoras de la década pasada que jamás se encendían hablarían de una “virtual” ocupación plena, engaño tal que solo podría prosperar ante la mirada inadvertida de un inocente observador poco familiarizado con las tramas del ambiente estatal. Pero tampoco era este el caso de esta oficina.
Se podrían seguir citando una multitud de posibilidades centradas en la actividad parasitaria de muchas de estas oficinas, reparticiones, delegaciones, ministerios y decenas de otras nefastas creaciones únicamente concebidas para el oprobio de quienes deben someterse a su actitud abúlica, perezosa y mafiosa, esos ciudadanos comunes que, en su calvario, deben recorrer sus interminables pasillos buscando alguien que les de alguna importancia a las infernales cantidades de tiempo improductivo perdido en trámites de cualquier tipo, aunque sean de la más sencilla resolución. Es que desde las planas más elevadas hasta los empleados rasos de los escalafones del fondo de la absurda y deforme pirámide que define los escaños se ignora en forma axiomática que son esos mártires heroicos quienes pagan sus sueldos y fomentan involuntariamente sus actitudes cuasi-delictivas y sus conductas injustificadas.
Pero claro, ¿a quien importa el ciudadano común en un país como este?  .
En esta desabrida sopa burocrática nadaba Emilio Duarte que, como rezaba el descolorido letrero escrito en el sucio vidrio de la desvencijada puerta de madera de su oficina, era el Secretario de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud a nivel nacional. Había ingresado al ministerio como cadete de limpieza merced a un contacto político proveniente de su padre apenas terminado sus estudios secundarios y su personalidad encajó perfecta en el rompecabezas, pero no como una pieza existente sino como si le hubieran hecho otro agujero a la matriz original. De esta manera su carencia de personalidad y su ausencia total de talento para otra cosa que no sea la vegetación, la mediocridad y una innata habilidad para pasar inadvertido hicieron que quienes lo rodeaban nunca se fijaran en él y no lo vieran venir. Inexplicablemente se lo vio ascender en el escalafón y muchos inútiles como él se preguntaron como era que ese inútil había progresado tanto. Claro, le llevó cuarenta años, cuatro décadas de calentar sillas, sillones, sofás, mesas o cualquier cosa donde sea que haya posado su culo durante ese tiempo; horas, días, meses, años de nada, solo parasitar.
Hacía ya tres años que ocupaba ese cargo al que ni él mismo se podía explicar como había accedido pero, claro, no era hombre de mucha meditación que digamos, solo comía, cagaba y dormía. Teóricamente esa sección del ministerio debía evaluar la viabilidad de proyectos científicos, muchos de los cuales podrían contribuir a mejorar la calidad de vida de las personas. Es justicia, también, mencionar que muchos de los expedientes presentados eran disparates de tal magnitud que muy lejos de prestarle la menor atención solo llamaba a la risa pero estos trabajos tenían el mismo tratamiento que los serios: La ignorancia absoluta.
Es más, era muy probable que a alguno de estos disparates se les diera curso por encima de aquellos que los aventajaban en turno y seriedad. En esto se podía inferir la acción de alguna mano negra proveniente de las más oscuras madrigueras políticas. A Duarte no le importaba nada, solo hacía lo que le decían. Y hacía muy bien. Si de su aptitud dependía, era mejor que no hiciera nada, dado que cualquier acción suya solo podía terminar en bochorno. El sabía que por eso estaba donde estaba, si de algo era muy conciente era de la posesión de una perfeccionada y pulida idiotez que lo hacía el idiota perfecto para los turbios manejos de sus superiores que solo pensaban en sus cuentas bancarias y sus intereses personales por encima de las obligaciones hacia la gente común, aquellos ilustres desconocidos que los habían indirectamente elegido para que ocupen sus privilegiados puestos políticos depositando su confianza en estos mentirosos personajes con la ilusión de una mejora en sus vidas. Duarte no era siquiera un títere dado que ni hilos hacían falta para manejarlo a voluntad. Era un “gana sueldo” como se le decía en la jerga del ambiente a gente como él, como si existiera otro tipo de empleado público. Nada le importaba lo que se dijera de él, se limitaba a llegar puntualmente a su “trabajo”, sentarse en su sillón y dedicarse a mirar el reloj cada veinte o treinta minutos a la espera de la hora de salida, jugueteando con un lápiz o tirando bollitos de papel al cesto. Su salario, si bien nada descomunal, era por lejos muy superior a uno de cargo similar en el ámbito privado. Pero la diferencia universal y dramática era que un hombre de su mismo escalafón en una empresa privada debía, primero “trabajar” y segundo quizás debiera cumplir jornadas promedios de diez, hasta doce, horas de permanencia mientras que Duarte, al igual que todos los de su calaña, cumplían religiosamente seis horas de permanencia en sus lugares de “trabajo”. El abuso del sector privado montado en la creciente desocupación y las sucesivas flexibilizaciones llevadas a cabo para combatir el desempleo pero que llenó las calles de desocupados, hacían de los trabajadores poco más que esclavos medievales y de sus amos prósperos acaudalados feudales. Duarte leía todo esto en el diario, actividad que le ocupaba gran parte de la mañana, con una expresión indiferente en el rostro, la preocupación por un semejante formaba parte de esas cosas que ni se le cruzaban por la mente. “Cada uno en su quintita…” era una sus expresiones frecuentes y favoritas. No tenía familia, estaba solo en el mundo, y nunca había formado pareja estable como para conformar su propia familia, no siquiera se podía hacer cargo de un gato… un lápiz quizás si. Gracias a Dios, su estirpe terminaría con él. Solo le faltaban dos años para su jubilación y pronto vendría el “merecido descanso”, cinco años antes que si se hubiera desempeñado en el sector privado, otro privilegio injustificable.
Pero todo puede suceder y lo impensado ocurrió. Lo había leído en el diario, una noticia de poca monta. Nunca pensó que su oficina formaría parte de eso, nunca se le ocurrió, aunque nunca, en verdad, se le ocurría nada.
Cuando el teléfono sonó se lo quedó mirando como tratando de entender que era ese ruidoso aparato. Apenas si había sonado dos veces el último mes, una era una llamada equivocada y la otra era de su amigo de contaduría para avisarle cuando se cobraba, como lo hacía todos los meses. Aún se estaba lejos de la fecha así que no había razón para que ese teléfono sonara y, con una expresión de alarma en el rostro, lo miraba sin saber que hacer. Finalmente y con mano trémula tomó el auricular.
-          Secretaría… - Dijo con voz insegura.
-          ¿Duarte?  . Habla Carrascosa. Lo necesito en mi despacho luego de las catorce. – Y la comunicación se cortó.
Un ahogo atenazó su garganta. Las catorce era la hora en que terminaba su horario. De ocho a catorce. Carrascosa era el director de la repartición. ¿Por qué lo había llamado a él, cinco escaños abajo en el escalafón?  . ¿Por qué no lo había llamado su superior inmediato?  . La idea de quedarse fuera de horario lo llenó de pánico. ¡Nunca había ocurrido!  . ¡En cuarenta años!  . El hecho de trastornar su rutina, su inquebrantable rutina de todos los días lo agobió. Salir del ministerio, saludar al guardia, tomar el tren, bajar en Parque Casas, caminar las diez cuadras, llegar a su hogar, tomar te con bizcochos, mirar el noticiero, la novela, irse a dormir y cerrar el ciclo. Lleno de pánico comenzó a tejer todo tipo de conjeturas y pronto fue presa de la angustia elevando la frecuencia de sus miradas hacia el reloj pero estas trasluciendo ahora un ánimo muy distinto. Comenzó a pensar frenéticamente si había algo que hubiera hecho que mereciera algún tipo de consecuencias pero la respuesta era tan lógica como clara, no podía haber consecuencias porque no hacía nada. Se levantó de su silla para caminar un poco en el ámbito de su estrecha y apestosa oficina. Dos años, tan solo dos años, no podía ser esto el derrumbe de su sueño más anhelado: Jubilarse.
La hora señalada llegó como un acontecimiento muy esperado y temido. Tomó su miserable portafolios donde reposaban solamente un llavero y los restos del almuerzo preparado en casa y se encaminó hacia la puerta de su despacho. Salió y cerró la puerta por fuera. La oficina de Carrascosa estaba en el tercer piso por lo que se encaminó hacia el ascensor por el mugriento pasillo atestado de puertas donde centenares de parásitos como él robaban un salario. Los treinta metros a caminar le parecían interminables y sentía que sus piernas se negaban a acelerar el paso. Al llegar a la puerta del elevador, anticuada y medio derruida, pulsó el botón de llamada el cual emitió un desagradable e intranquilizador crujido. Tras un instante interminable el habitáculo se presento ante él sin suavidad alguna y con un cabeceo notable. Ingresó y pulsó el botón tres al mismo tiempo. El corto viaje lo llevó del segundo al tercero y recién allí se dio cuenta que si hubiera usado la escalera habría ahorrado tiempo, pero claro… Tras recorrer veinte metros estuvo frente al despacho de Carrascosa. Su secretaria lo miró indiferente cuando se plantó frente a ella con un dubitativo “Buenas Tardes”. Con un gesto silencioso le indicó una silla, Duarte se sentó obediente mirando su reloj, las catorce quince, su tren ya había partido. Muchos más partieron dado que casi tres horas pasaron hasta que la insulsa mujer le indicó que podía pasar. Pálido y asustado traspuso la temida puerta accionando el brilloso pomo de bronce. Carrascosa parecía muy atareado instalado tras su enorme escritorio de caoba donde prolijas pilas de elegantes carpetas esperaban su atención. Hundido en su despampanante sillón de cuero vacuno hablaba con su móvil mientras una expresión reconcentrada se instalaba en su mirada y varias arrugas surcaban su estrecha frente. Jorge Carrascosa había asumido cuatro años atrás, cuando el partido gobernante ganaba las elecciones y se producía un cambio de color político en el gobierno nacional. Era un auténtico hijo de puta, más aún que el que lo precedió, y era mejor que no fijara la vista en ti, mejor aún si no conocía tu existencia.
Finalmente Carrascosa, luego de veinte minutos de tenerlo de florero, colgó su celular, tomó una carpeta y, sin dedicarle apenas una mirada, se la tendió.
- Tome. – Le dijo. – Haga exactamente lo que aquí se le indica. – Lentamente Duarte se adelantó y tomó la carpeta con mano insegura. Luego la apretó contra su pecho con las dos manos y tras carraspear dos veces no pudo evitar que su voz vacilara entre dos o tres tonos finos y destemplados.
- Si, señor Carrascosa. Mañana a primera hora… - Carrascosa levantó la mirada y lo enfocó por primera vez. Lo que Duarte vio en sus ojos lo estremeció y le cortó la frase abruptamente.
- Usted no sale del ministerio hasta que no haya hecho lo que dice en esa puta carpeta. – Fue la cortante respuesta dicha con voz ronca y cargada de malos presagios. Lo dejó allí parado casi sin respirar. Quería decir algo pero sus labios no se movían. Quería irse y sus piernas no respondían. De su boca solo surgían algunos mudos balbuceos que solo demostraban su absoluto estado de conmoción.
- ¿Qué espera?  . – Carrascosa levantó la vista y al verlo allí una mueca de profundo fastidio se instaló en su rostro antes de hablar.
- Si…si, ya me iba. – Y salio de la oficina casi a la carrera.

La frondosa carpeta comenzaba con una carátula que rezaba:
“11 DE OCTUBRE 2003 – HOSPITAL ESTATAL JOSE ARAOZ”.
Luego seguían los datos locatarios del nosocomio y los personales de unos cuantos médicos que realizaban tareas en el lugar.
Tras la carátula, una copia de una demanda de “Declaración de patrimonio de la ciencia médica” dirigida a la secretaría de la que él era parte. Era un documento habitual para Duarte y casi nunca se le daba curso. Comenzó a leer la demanda línea a línea hasta que al llegar a una frase el asombro casi lo arroja del asiento. Tras los formulismos de rigor y previo a la argumentación rezaba:
“… es que la dirección de este hospital en conjunto con el cuerpo médico antes citado demanda se declare al señor Héctor Cáceres patrimonio de la humanidad y las ciencias médicas para…”.
Era perturbador. Estas personas demandaban la exclusividad para investigar a voluntad a un ser humano. Esto, virtualmente, sería disponer hasta de su propia vida, pero decidió seguir leyendo. Lo que seguía formaba parte de la argumentación y venía acompañado de una nutrida batería documental consistente en exámenes médicos y demás. Prescindiendo del formulismo lo que se relataba era lo siguiente:
Unos cuatro años atrás un hombre era ingresado a la guardia del hospital aquejado de graves disturbios respiratorios y digestivos. Con el correr de las horas sus síntomas fueron empeorando y fue admitido en internación para estudios más profundos. Unos tres días después se le informaba al paciente la presencia de tumores cancerígenos en páncreas con metástasis en pulmones, hígado y estómago. A pesar de los tratamientos a los que podría someterse su situación era terminal y solo le quedaba una expectativa de vida de, a lo sumo, cuatro meses. Como el hombre no quería permanecer internado, fue dado de alta. Quería morir donde vivió la mayor parte de su vida: En la calle. Era un indigente.  
Cuatro años después, hará unos quince días, un grupo de cuatro personas era ingresado a la guardia tras un grave accidente de tránsito. Tres de estas personas mueren poco después de ser admitidas y el cuarto es derivado a terapia intensiva por la gravedad extrema de sus lesiones. Unas horas después empeora cayendo en un coma profundo requiriendo asistencia respiratoria mecánica. Al otro día se lo declaraba con muerte cerebral pero su corazón seguía latiendo. En busca de parientes a los que consultar revisaron sus efectos personales para recabar  documentación o algo que lo relacionara con alguien.
Solo encontró su documento de identidad. Era un indigente.
Una empleada administrativa lo ingresó en los sistemas del hospital para darle curso a su admisión y el sistema le reveló que ya había sido paciente del hospital. Pasó ese dato a internación, para que ellos obtuvieran su hoja clínica, esta fue impresa y pasada al médico que atendía al paciente en cuestión. Cuando el facultativo tuvo el documento entre sus manos un gesto de incipiente asombro se pintó en su rostro.

Agosto de 2003.

Gaspar Jul había estudiado medicina en la universidad nacional y se había graduado sin pena ni gloria en ocho años, la carrera duraba seis. Era un médico del montón, o mucho menos, y lo sabía. A duras penas había logrado ingresar en el hospital cinco años atrás y sabía que su futuro como médico no pasaría jamás de la clínica general, si es que no incurría en algún otro error precipitando por enésima vez la mirada de sus superiores sobre él y, en consecuencia, su inevitable despido. Más de una vez sus acciones requirieron la inmediata intervención de un colega para que algún paciente no terminara peor de lo que había ingresado. O muerto. Era un verdadero peligro y a nadie mejor que a él le cabía el mote de “MATASANOS”. No obstante ello su conciencia no se hallaba demasiado inquieta, nada más lejos de ello, sus noches eran tranquilas y su sueño pacífico y continuo. Solo estaba a la espera de alguna oportunidad que lo lanzara hacia algún cargo administrativo ejecutivo, lejos de las enfermedades y las personas que tanto lo fastidiaban. Sus compañeros de trabajo sabían esto y atribuían sus desaciertos no solo a su falta de aptitud médica sino también su falta de interés en la disciplina médica. Jul era conciente de la falta de aprecio del que era objeto pero no le importaba en absoluto.
Ahora tenía frente a él esta hoja clínica y, a medida que la leía, su respiración se iba haciendo más profunda y acompasada. Tenía ante sus ojos lo que quizás se convirtiera en la oportunidad de su vida. Pero debía ser cauteloso, no podía precipitarse en nada. En el hospital había un hombre que debía estar muerto desde hacía no menos de cuatro años y, sin embargo, vegetaba en la sala de cuidados intensivos fruto de un accidente de tránsito, Héctor Cáceres era su nombre. Si bien no había sido él solo quien había estado involucrado en el caso, “trabajó” por mera casualidad junto a prestigiosos oncólogos que ya no trabajaban en el hospital. Su papel, lógicamente, había sido meramente auxiliar, un mudo testigo. Por consiguiente, su hoja clínica había sido remitida al único médico que aún permanecía en la institución y que figuraba en el documento. Eso si que era tener suerte. Leyó y releyó todos los estudios pero los procedimientos eran impecables y no había lugar para duda alguna. El tipo estaba podrido en cáncer y era imposible que viviera siquiera dos meses más de lo que le habían anunciado. Y menos aún negándose a todo tratamiento. Sin embargo ahí estaba, cuatro años después, muriendo por fracturas múltiples. Estudió los datos personales del hombre y todo coincidía. Lo fue a ver a terapia y la foto en la planilla lo identificaba plenamente, a pesar de las deformidades impuestas por los tremendos golpes derivados del accidente.Comenzó a pensar en los primeros pasos que debía dar, por donde comenzar. Tenía buena relación con el auditor médico y la sensación de que era un tipo que andaba en las mismas que él. Por algo no ejercía. Tomó el teléfono y le llamó.
- Alberto, habla Gaspar. ¿Podemos tener una discreta charla privada en tu oficina?  . -
- ¿Por el tema de Cáceres?  . –
- Si…Oye… -
- Te iba a llamar. – Confesaba el auditor. – Pero me ganaste de mano. –
- ¿Qué vamos a hacer?  . ¿A quien le damos intervención?  . –
- Al director del hospital, por supuesto, pero cuidando que nuestros nombres figuren en todos los documentos. –
- El podrá autorizar todos los estudios. – Decía excitado Gaspar.
- Si, imagínate, se le hará una tomografía a un tipo que está más muerto que vivo. –
Gaspar, al otro lado de la línea, reía pero no por el chiste de Alberto Díaz, auditor del nosocomio, sino pensando cuan jugosos serían los beneficios de todo esto.

                                    ……………………………………..

Emilio Duarte seguía la lectura de la carpeta con un asombro que iba creciendo exponencialmente. Los estudios revelaban no solo que Cáceres no tenía el más mínimo vestigio de cáncer en todo su organismo sino que jamás había sido víctima de dicho mal. Si no hubiera sufrido los terribles traumatismos que liquidaron su cerebro, su vida hubiera sido larga y saludable. Luego de completar la lectura de toda la documentación testimonial se encontró con una carátula que rezaba “Instructivo”. Allí había una serie de órdenes que debía realizar al pie de la letra. Empezar por la primera consistía en llamar a un número de teléfono a cualquier hora. No constaban nombres ni datos de nadie, solo el escueto número de teléfono. Miró el reloj, las diez de la noche. Cinco horas leyendo la carpeta. Su falta de entrenamiento laboral hacía que este ejercicio lo dejara absolutamente agotado pero Carrascosa le había dicho que no se fuera hasta que todas las órdenes estuvieran cumplidas. Miró el instructivo y la larga secuencia de líneas escritas arrojaban una cantidad de horas tal que calculaba que fácilmente estuviera allí aún después de la salida del sol del día siguiente. Se quitó los lentes y se refregó los ojos con los dedos índice y pulgar. La mortecina luz de la oficina arrojaba sombras deformes sobre paredes y piso dando al ambiente un aspecto sumamente deprimente. Miró el teléfono durante un largo minuto hasta que se decidió a tomar el auricular. Finalmente digitó el número.

Principios de setiembre de 2003.

Berna era un hombre exitoso y como tal se define al sujeto que logra cumplir con sus anhelos más preciados. Como ejecutivo de la más prestigiosa multinacional de drogas oncológicas del continente tenía un pasar económico por demás acomodado y siempre pensó que, en virtud del opresivo monopolio que su empresa ejercía en el mercado, este estado de cosas difícilmente podría cambiar.
Hasta que escuchó hablar de Cáceres.
Al momento no existía forma de curar un cáncer, quizás una milagrosa remisión o la maravillosa acción de los medicamentos fabricados en el laboratorio del que él formaba parte, prolongando la vida de los afectados por tal enfermedad pero, ¿desaparecer?  . No, un tumor maligno nunca desaparecía sin dejar ningún rastro, ni siquiera con cirugía. La inquietud surgida en el seno de toda la plana ejecutiva de la empresa era mayúscula. Si, por alguna milagrosa razón, el cuerpo de ese hombre era entregado a un honesto grupo de científicos era muy probable que en base a una detallada información genética fuera descubierta la tan temida cura definitiva del cáncer, algo que lo aterraba. Sus espías apostados en el Araoz le habían informado que no había dudas acerca del hallazgo, el sujeto había enfermado cuatro años atrás y ahora no mostraba signo alguno de que lo hubiera estado. Había que evitar que la prensa se enterara de nada pero Berna sabía muy bien que de alguna manera la información tarde o temprano se filtraría. No era que en el pasado no hubieran podido manipular al cuarto poder, siempre algo se podía hacer, a costos muy elevados claro, cada hombre tiene su precio. De otra manera quien sabe que cosas se podría haber descubierto en perjuicio de la empresa. Bien sabían tanto Berna como muchos de los científicos del laboratorio que la gran mayoría de las sofisticadas drogas que se elaboraban allí no eran más que simples combinaciones de especies botánicas exóticas, diluidas luego con algunos calmantes y demás yerbas para enmascarar la verdadera esencia del medicamento, que en realidad era lo que actuaba. También era cierto que estas insólitas especies habían sido descubiertas por ignotos y abnegados médicos investigadores a los que se les había arrebatado su descubrimiento o se les había comprado por monedas. Todo esto no hubiera sido posible sin el silencio cómplice de las grandes cadenas mediáticas que ignoraban abiertamente la verdad a cambio de sobornos y mega contratos publicitarios, pero ese silencio no podría ser mantenido por demasiado tiempo si no se eliminaba rápidamente aquello que había que acallar. Una vez que hubiera tomado estado público siempre habría intereses formados a partir de ello, los negocios si no se presentan se inventan y existen verdaderos especialistas en estas artes. De todas maneras toda la parafernalia de contactos había ya sido puesta en marcha para hacer que Cáceres siguiera siendo un vegetal común y corriente y que su maldita particularidad o don no fuera nunca conocido por el común de la gente. Para que él y tantos como él pudieran seguir disfrutando de la vida la gente debía enfermar de cáncer y para ello estaba dispuesto a todo. Giró su costoso sillón hacia el amplio ventanal de su despacho y centró su mirada en la panorámica expuesta tras los cristales, en el exterior. Desde el piso que ocupaba se podían observar las terrazas de la gran mayoría de los edificios de la ciudad. Reflexionó acerca de lo difícil que resultaba a veces mantener cierta estabilidad para alguien que solo pretendía vivir tranquilamente de su trabajo. Cuantas dificultades para alguien que, como él, trabajaba honestamente en pos de un futuro para si mismo y su familia. Se quedó así, contemplando el exterior mientras su mente se blanqueaba paulatinamente.

Mediados de Octubre del 2003.

No le gustaba Duarte. De todos los parásitos burócratas del ministerio era con el que menos hubiera deseado tratar. Para ello había una razón de peso y definitiva: Porque era un idiota. Y no un idiota cualquiera. La combinación de su idiotez con su inutilidad lo convertía en el sujeto perfecto para echar a perder cualquier cosa por insignificante que fuera su intervención. Hacía veinte años que trabajaba para la repartición y conocía absolutamente toda la plana escalafonaria, desde el más insignificante cadete hasta el más encumbrado burócrata. De todos ellos el que menos le agradaba era Duarte, por mediocre, por inservible. Le había hablado hacía un par de horas y pronunció la frase que él esperaba, la exacta frase que sus superiores seguramente le habían dado por escrito para que la pronunciara al pie de la letra.
-          Debemos iniciar una acción conjunta entre su departamento y el mío. – Pronunció Duarte.
Hugo Lan lo observó con el fastidio pintado en el rostro.
-          ¿Cuál es el tema, Duarte?, vaya al grano sin más preámbulos. –
El escalafón de Lan era ampliamente superior que el de Duarte por lo que no necesitaba en absoluto moderar sus expresiones. Si estaba ante él era solo porque sabía que Carrascosa estaba en el medio y con ese hijo de puta no se jodía.
Duarte se explayó ampliamente sobre el tema de Cáceres y Lan, que al principio le pareció que todo esto era una pérdida de tiempo, comenzó escuchar con marcado interés la alocución de Duarte. El estado del mismo era deplorable, parecía que no había dormido en semanas.
-          Lo que necesitamos de usted, Señor Lan, es que estudie e investigue toda la documentación oficial existente sobre esta persona, solo eso, y que luego nos entregue un informe detallado. –
Lan era el Titular del Departamento Informático Nacional (DIN), una de las pocas instituciones medianamente serias del país.
-          No hay problemas, siempre y cuando me entreguen la pertinente orden judicial, tal y como lo indica la ley. –
Duarte esbozó una sonrisa cargada de malos presagios.
-          Señor Lan. – Comenzó. – Trabaja usted desde hace quince años en la DIN, ¿no es así?.  Un cargo en el sector privado sería compensado con un sueldo más que suculento. Seguro ya lo pensó, su formación y su capacidad, su experiencia, son muy poco frecuentes de encontrar en otros ingenieros. Pero, ¿qué pasaría si fuera despedido?. Suponga que se lo despida con justa causa, por inepto, por incapaz. Su mujer tiene un cargo jerárquico en el ministerio de asuntos exteriores… No joda con Carrascosa, Señor Lan, tiene contactos políticos en todos lados y política es la ciencia de lo posible. Tiene usted un presente formidable y un futuro fantástico…No lo eche a perder. –
La piel del rostro de Lan enrojeció súbitamente. No estaba habituado a este tipo de cosas, era un técnico, la lógica era su terreno y esto de lógica no tenía nada.
-          Me está pidiendo que delinca… -
Duarte bajó la vista antes de contestar. Cuando la volvió a enfocar en Lan estaba cargada de fingido dramatismo.
-          No es para tanto, Señor Lan, nada de lo que haga verá la luz. La vida no es un lecho de rosas, cada tanto nos vemos forzados a hacer cosas que no nos gustan. –
-          Me está pidiendo que viole documentos personales de un individuo, que saque a la luz toda su vida…
-          No dramatice, se trata de un indigente. Le enviaré los datos por mail. Espero los documentos en tres días, Señor Lan. Si eso no ocurre tendrá noticias de Carrascosa. Buenas tardes. –
Lan se levantó y se marchó sin agregar nada, ni siquiera saludó.

La acción conjunta de Carrascosa y Berna fue de una potencia fenomenal. El medicucho del Araoz había sido correspondientemente comprado y ubicado como sub director de un departamento de poca monta del laboratorio y el cuerpo de Cáceres ya viajaba, secreta e ilegalmente, hacia las instalaciones sanitarias de la empresa de donde Berna era ejecutivo. La operación había sido de tintes tan impecables que toda la plana directiva del laboratorio sudaba felicidad. El historial de Cáceres, obtenido por Lan, no mostraba ninguna irregularidad y los estudios e investigaciones arrojarían luz sobre un misterio milenario. Claro, todo esto había costado millones, la cantidad de gente sobornada, la cantidad de voluntades compradas, la lista era interminable pero la “inversión” justificaría el producto. Una cura genética para el cáncer, los dividendos serían astronómicos. Ya había empresas y acaudalados millonarios que murmuraban y compraban acciones por sumas multimillonarias en función de la prestigiosa trayectoria del laboratorio. La confianza en el oscuro, secreto e ilegal proyecto era absoluta. Los cotilleos en los círculos de los mercados de valores tiraban los paquetes accionarios del laboratorio por las nubes. Todo era dicha en el entorno de Berna y pronto sería nombrado miembro del directorio. El futuro se mostraba inmejorable.

Diez días después Hugo Lan leía las noticias en el diario matutino con una malévola y satisfecha sonrisa en el rostro. La empresa oncológica “Horlong & Martin” presentaba quiebra luego del desplome accionario de la semana anterior. Una investigación de la oficina de la Fiscalía de Estado había descubierto dolo y sobornos para la manipulación del cuerpo en coma de una persona que estaba internada en un hospital del estado. Directivos y ejecutivos de la empresa eran procesados y acusados de delitos de lesa humanidad al igual que innumerables directivos del departamento de Asuntos Científicos del Ministerio de Salud, entre los cuales figuraban Duarte y otros de más baja categoría, Carrascosa se había suicidado anoche y el medicucho se encontraba prófugo.
“Obviamente los investigadores del laboratorio se llevaron una gran sorpresa cuando, al provocarle cáncer a Cáceres, se propagó rápidamente por todo su organismo y, finalmente murió, como si no hubiera estado ya lo suficientemente muerto” pensó Lan. Había cumplido con Duarte, le había entregado lo requerido en un Pen Drive pero no por nada era un avezado ingeniero informático. Cuando Duarte copió los documentos a su computadora el Pen Drive se inutilizó y cuando imprimió los documentos desde su computadora el mismo virus los borró luego. De nada sirvió el intento avieso de involucrarlo, nada ligaba a Lan con el delito. En realidad todo lo que le entregó era rotundamente oficial pero fue lo no oficial, aquellos documentos enterrados y ocultos, para lo que Lan era un verdadero experto, lo que obvió. En resumen, el ingeniero había aportado su granito de arena para limpiar un poco la humanidad. Eso era todo.

23 de Enero de 1958.

Esther Cáceres, madre soltera, ingresa a sala de Pre-parto presa de terribles hemorragias. El médico obstetra no logra evitar la muerte de la madre pero alumbra a gemelos. La madre estaba sola en el mundo y de sus efectos personales se logra recabar informes personales. De los dos niños varones uno comienza con insuficiencias cardiorrespiratorias mientras que el otro muestra una salud aceptable. A pesar de los intentos de la médica auxiliar, agotada, da al pequeño por muerto, labra el acta de defunción y remite el cuerpo a la morgue. La médica de la morgue recibe el cuerpo y lo coloca a congelar. Al otro día una enfermera acude a la morgue para retirar el cuerpo del gemelo Cáceres para darle sepultura pero detecta signos de vida en el pequeño. Aterrada llama a la médica de turno. Cuando esta última revisa la documentación descubre el acta de defunción y se percata que el hermano gemelo nacido vivo había sido remitido a un asilo al no contar con ningún familiar. La médica amenaza a la enfermera con el despido y la obliga a cerrar la boca. Luego destruye el acta de defunción y confecciona otra de “Nacido Vivo” colocando el nombre del hermano y su mismo número de documento. A continuación le realiza al niño maniobras extremas de emergencia y lo ingresa ilegalmente en terapia intensiva pediátrica. Apenas recuperado lo remite a otro asilo en el otro extremo del país. Años después uno de ellos muere de cáncer en julio de 1999 y el otro en un accidente de tránsito en Diciembre del 2003.

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