Habían
llegado de muy lejos, desde la mismísima capital del Imperio. Aterrizaron
cuando las primeras tenues luces de un pálido Sol apenas besaban la arena árida
y sin vida de ese recóndito planeta en los confines de la galaxia. Se movían
con una precisión sincronizada tan notoria que evidenciaba un entrenamiento
intenso y sistemático.
Iban
armados y uniformados.
Al
abrigo de la homogénea masa marchaba un grupo muy diferente. Si bien vestían
ropajes similares, su atuendo no constituía un uniforme obligatorio y no
portaban ningún tipo de armas, solo valijas metálicas.
Parecían
asustados e incómodos, sus cabezas girando, sus miradas alarmadas disparadas a
los cuatro puntos cardinales, como buscando algún peligro al acecho.
Claro,
como nada se movía en kilómetros a su alrededor, como nadie les había salido al
encuentro, todos sus temores “parecían” exagerados…
Carlos Torren trabajaba en la
oficina de Asuntos Protocolares, su primer y único trabajo, y siempre llegaba
un par de minutos antes que el horario fijado.
Le gustaba su trabajo.
Aníbal Minsk era otra
historia. Siempre llegaba un par de minutos tarde, a las corridas y agitado.
Eran amigos entrañables y
durante “Los Días Del Caos” enfrentaron todas las calamidades hombro a hombro.
Carlos registró su ingreso en
el lector de tarjeta, pasó el molinete más solo se adentró dos metros y se
detuvo de frente a la entrada. Miró su reloj y pensó: “En un minuto ocurrirá…”.
Y tal cual lo predijo, un
minuto después un hombre entraba corriendo precariamente vestido, se arrojaba
sobre el lector, introducía la tarjeta y registraba su ingreso.
Era Aníbal.
Carlos, que contemplaba
diariamente el evento, nunca dejaba de causarle gracia y siempre le arrancaba
una sonrisa divertida. Inútiles habían sido los intentos para tratar de hacer
recapacitar a su amigo, así que solo se limitaba a sonreír con simpatía y
esperar al pintoresco hombre para transitar juntos el trayecto común hacia sus
respectivas oficinas. Un agitado Aníbal se plantó junto a Carlos y balbuceó un
trabajoso “Hola…”
“Hola, idiota.” Respondió
Carlos. Ambos iniciaron el archi conocido camino.
La
edificación se mostraba polvorienta y abandonada, una enorme mole de cemento
ruinosa, ominosa y silente, parecía inofensiva pero solo era una engañosa
apariencia. Los soldados permanecían semi ocultos, casi enterrados en la arena,
pero sabían que era inútil, serían detectados y muchos de ellos no volverían a
la nave. Unos metros más adelante el comandante del pelotón y dos de sus
oficiales observaban el bunker con lentes de aproximación y trataban de
delinear alguna estrategia de captura.
Pero
sabían a que se enfrentaban…
El
ataque llegaría y sería arrasador, la gran mayoría de sus hombres serían
destruidos, pero si lograba ingresar aunque más no fuera con un grupo mínimo y
todos los científicos la misión podría resultar exitosa. Miró hacia atrás,
hacia la casi docena de hombres que, en retaguardia y protegidos, temblaban en
silencio al tener que vivir una situación marginal a su vida habitual. Eran los
científicos. Si algo les pasaba, aunque más no fuera a uno de ellos, la misión
estallaba y el largo viaje hacia ese remoto planeta sería en vano. Era
absolutamente conciente de la precariedad con la que el Poder Central los había
embarcado en esta aventura, incluso de lo dudoso de la misma, pero eran
militares y debían obedecer sin cuestionar nada. Incluso el grupo de
científicos pertenecía al ejército y estaban afectados por las mismas reglas
pero carecían del entrenamiento indispensable para enfrentar semejante
situación y solo la desesperada crueldad de un sistema de gobierno decadente
podía ponerlos en semejante trance. Nunca en la historia un hombre de ciencia
había sido puesto directamente en el frente de combate de una confrontación.
Observó
ciertos imperceptibles movimientos en el paredón norte del edificio. Se calzó
los lentes de aproximación…
No había nada que Carlos
anhelara, su vida era tranquila y constante, predecible, exactamente como el
quería que fuera. Fue por eso que en “Los Días Del Caos”, los años, largos
años, en que la raza humana casi pierde su planeta casi pierde la razón.
Aníbal, en cambio, era todo fortaleza, coraje, combatividad.
Hasta parecía feliz…
Solo gracias a él era que
había podido soportarlo, zanjar semejante trance. Y ahora que era tan dichoso,
Aníbal…
Habían aparecido de un momento
a otro sembrando la desgracia entre la población, implantando le infelicidad y
el desasosiego.
Hacía ya tantos años…
En ocasiones Carlos perdía el
hilo de sus pensamientos a punto tal que, por ejemplo, no recordaba como todo
había vuelto a la normalidad. Se perdía en lapsos reflexivos y su mente le
impedía avanzar, sus pensamientos se apagaban, quedaba suspendido en el vacío.
Fue así que la llegada de Aníbal lo sobresaltó a punto tal que volcó la taza de
café que bebía manchando de marrón el puño derecho de su impecable camisa
blanca. Consternado, clavó la mirada en la mancha, esto para Carlos constituía
una fatalidad, un evento de tal gravedad que seguramente afectaría su ánimo el
resto del día.
“Lo siento…” intentó
disculparse Aníbal conciente de lo que significaba semejante accidente para su
amigo.
Carlos levantó su mirada hacia
el recién llegado. Sus ojos estaban vacíos.
Solo
el veinte por ciento del pelotón llegó hasta la puerta de ingreso del edificio pero
el total de la plana científica estaba intacta. Atrás solo quedaba muerte,
fuego y humo. Arena candente y cuerpos chamuscados, el ataque había sido de una
ferocidad atroz. El maltrecho grupo resultante casi estaba sin munición pero
las defensas enemigas necesitarían algunos minutos para reiniciar las
hostilidades.
Había
poco tiempo…
Aplicaron
los explosivos a las enormes puertas de ingreso y se apartaron. Debieron
repetir la operación cinco veces hasta vencer la tremenda fortaleza del portal.
Cansados y heridos penetraron en el oscuro interior, cautelosos, alertas. De
golpe, una nutrida metralla los bañó de sangre. El comandante, único oficial
del grupo, observó como casi terminaban con
sus hombres. Solo quedaban él, cinco soldados y los científicos. A pesar
del desastre ordenó el avance a toda carrera y tras correr trescientos metros
desesperadamente bajo el fuego enemigo llegaron un paredón donde casi sin
fuerzas se echaron cuan largos eran. Esperaron un par de minutos pero nada
sucedió, la agresión había cesado. Lentamente se pusieron en pie entendiendo
nada, los tenían a su merced pero no los atacaban, ¿por qué?. Miraron a su
alrededor buscando una explicación…
Por más que refregó y refregó,
la mancha resistió los embates de Carlos. Aníbal lo observaba con expresión
ausente y apenada.
Carlos era un individuo
escrupulosamente pulcro y la mancha seguramente le quitaría un porcentaje de
felicidad.
Eso era malo.
La felicidad era el capital
más valioso que se manejaba en esos días, ser feliz era ser una criatura plena.
El trance que le tocaba transitar a su amigo era de tintes dramáticos. La dicha
lograda desde hacía tantos años valía por cada gramo disfrutado y no se podía
resignar nada por una maldita mancha.
Finalmente, y con una
expresión de auténtica y total derrota en el rostro, Carlos se entregó. No
había manera de conseguir otra camisa así que debía terminar el día laboral con
una incómoda mancha de bordes levemente circulares y unos ocho milímetros de
diámetro, todo esto aproximado, claro.
Aníbal se alegró de que el
menú del día de la fecha, anunciado el día anterior, se hubiese confirmado hoy,
sándwich de jamón y queso con lonjas de tomate y cebolla. De haber variado
hubiera constituido su mancha de café. La alegría y la dicha era algo grande
conformado de pequeñas cosas, así estaba escrito.
Sin embargo Aníbal podía hacer
algo por su amigo resignando algo él mismo. Las bebidas cola lo hacían
intensamente feliz pero las de lima no lo hacían infeliz, tan solo no lo hacían
tan feliz como las de cola.
Llevó su mente al momento del
almuerzo y deseó con toda su alma una bebida de lima con tal que la mancha
desapareciera.
Cuando ambos se sentaron a la
mesa, Carlos era plenamente feliz y Aníbal no tanto como hubiera podido serlo
pero había ayudado a su amigo.
El
tablero descubierto en el muro exhibía una tenue línea de luz azul que variaba
su intensidad con el paso del tiempo. Uno de los científicos dio un paso
adelante y sonrió al comandante con expresión de alivio. Era una central de
control, todas las teorías comenzaban a confirmarse…y eso era bueno. De un solo
disparo un gendarme la destruyó y el muro comenzó a desdibujarse hasta que
desapareció. Lo que se mostró ante el disminuido grupo aterró y, a la vez,
alivió a todos.
El
aviso subetérico que llegó al Poder Central se confirmaba: El planeta había
sido invadido.
Comenzaron
a pasearse por el descomunal recinto atestado de sillas y, en ellas, personas
sentadas, con mirada ausente, pálidos, desprovistos de toda vida, cientos de
seres humanos, sucios, abandonados. El virus invasor había ultrajado sus
cerebros, los científicos conocían la cepa, sumiendo a sus anfitriones en un
sueño eterno, preservando el cerebro mientras el resto del cuerpo se corrompía.
Había una sola manera de destruir el virus sin que se propagara: quemando el
albergue que los contiene. Un poco más de tiempo y la cepa se hubiera propagado
al espacio, invadiendo otros sistemas. Antes que los sentaran en las sillas se
habían hecho construir un sistema autónomo de defensa, así de inteligente y peligrosa
era la cepa, vieja conocida de los científicos que acompañaban a los gendarmes.
Comenzaron con la tarea de sembrar las bombas incendiarias…
La sensación fue, en un
principio, de profundo abandono. Luego se sintieron flotar, leve, blandamente.
Aníbal sonrió a su amigo mientras fluía mezclándose con la energía. El cosmos
los recibía propiamente como integrantes universales, ancestrales.
Nunca habían sido tan felices,
juntos, junto a todo y todos para toda la eternidad.
El
fuego, ardiente, arrollador, consumió cuerpos y virus por igual, entre ellos,
los de Carlos y Aníbal.
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